jueves, octubre 19, 2006

"Chocolate amargo"

Paseando la tarde por Bellavista en compañía del fotógrafo Álvaro Hoppe, después de recorrer el tranco disparejo de sus veredas tibias por el relumbro añoso del ocaso, luego de evocar sin nostalgia el tiempo vertiginoso de los ochenta y la dictadura, cuando Hoppe sudaba la gota espesa del aire lacrimógeno sacando fotos en medio de la trifulca callejera. Justo cuando le pregunto con relajo democrático: «¿Extrañas la agitación peluda de aquellos días?» Y Alvaro casi no me alcanza a responder, por el vibrante aleteo de un helicóptero que zumba sobre nuestras cabezas y pasa directo al puente Pío Nono, donde una multitud de curiosa agitación se arremolina en las barandas del Mapocho, corriendo, cruzando la esquina con luz roja, empujándonos hasta el río lleno de pacos y patrullas aullando con el relámpago de sus linternas también rojas. Cientos de ojos mirando las aguas, gritando: Allá se ve. Allá viene flotando un zapato, un pie, una pierna, una mano y una cabeza que se asoma en la corriente mugrosa y luego se hunde en la bocanada del chocolate amargo. Es un hombre. Es un niño. No, es una mujer, dice el público cuando los bomberos y los pacos en un acto de rescate, sacan ese cuerpo lacio y lo suben al puente donde un improvisado equipo de salvavidas procura arrebatárselo a la muerte, dándole respiración boca a boca, estrujándole el pecho para que expulse el agua, subiéndole y bajándole sus brazos que se derrumban en la vereda exhaustos. Allá viene otro. Allá reaparece un momento como una marioneta que el agua baila, y pasa sumergido bajo el puente y todos nos trasladamos de baranda para ver el zangoloteo de un zapato infantil que lo chupa el caracolear del torrente. En la otra acera, la mujer ha muerto, y las mujeres policías, de traje pantalón, acordonan la escena con esas cintas de emergencia que encuadran el cadáver cubierto de plástico funerario. En la multitud, aglomerada en el puente, un ánimo festivo y cruel murmura: Esto se parece al 73. Gana premio quien descubre un muerto. Son saldos de las Torres Gemelas. A lo lejos los bomberos intentan detener los destartalados bultos, que raudos, se pierden en la mortaja rizada del Mapocho. Y sólo entonces me acuerdo de que tengo que realizar un trámite, y me despido de Álvaro Hoppe, quien se queda un minuto más extasiado por el acontecimiento.

En la noche, al regresar a mi casa y prender la tele, la noticia apresurada no alcanza a ser conmoción, se la tragan los últimos comunicados desde Afganistán y la captura del psicópata que en el norte chileno asesinó a siete niñas. La voz, profesionalmente afectada de la conductora del TV noticias, dice que una mujer de nombre Nadia Retamal Fernández se arrojó a las aguas del Mapocho junto a sus dos pequeños hijos Daniela y Brian. Los tres habrían fallecido por inmersión. Vamos a una pausa comercial y continuamos con las noticias. Entonces un mareo de situaciones me nubla la pantalla, y creo haber percibido en la voz televisiva una condena moral sobre la decisión suicida de esta mujer, de aquel cuerpo desinflado que vi en la tarde y ahora conozco su nombre: Nadia Retamal Fernández, quizás joven, tal vez arrastrando un saco de penas que no la dejó titubear al momento de dar el salto. Y es posible que en ese último segundo quiso ver una ráfaga de futuro para detener el impulso. Un imaginario y tibio porvenir que cerrara la boca hambrienta de Daniela y Brian, sus hijos. Tal vez, en ese filo del abismo, no quiso escuchar los ecos del discurso presidencial, hablando del despegue económico y las migajas económicas que la patria reparte a la pobreza. Quizás en ese fin de ruta, abrazó a sus niños y lo único que se llevó de ellos fue la nerviosa agitación de sus corazoncitos. Y es posible que cualquier juicio que se emita sobre el infanticidio que cometió esta mujer, no alcance a imaginar sus motivos y menos aún tocar su desesperanza, que como una bandera de naufragio, se hundió en la tarde ribereña un minuto antes de que el fulgor patrio ocultara el sol.

viernes, octubre 13, 2006

Los secretos de la naturaleza (o el optimismo del santo remedio)

Y tan viejos como el tiempo en que las culebras andaban paradas, los secretos de naturaleza subsisten en la medicina casera o la receta bruja que corre como un recado entre mujeres, entre viejas que promueven este otro saber, tan incierto y poco científico que la medicina tradicional mira con desdén los secretos curanderos de la farmacia doméstica.

Hay algo de magia, de ritual, de encomendarse a la fe ciega de estos tratamientos que como condición fundamental, exigen el rezo de alguna manda: «Si usted no cree, no lo haga»; «Dios sabe más y averigua menos»; «La fe mueve montañas», y otros clichés populares sustentan los hilos invisibles de esta medicina piñufla, que siempre acompaña como familiar pobre al científico saber. Así, los secretos de naturaleza despliegan su eficacia solamente en quien se entrega de corazón al masaje del «sana, sana, potito de rana», y luego con la fe ciega como estandarte, usted verá aliviado su dolor. Al igual que la mano que se esconde con vergüenza ocultando esa enorme verruga, no hay mejor remedio que amarrar el grano con un crin de caballo hasta cortarlo y desaparece para siempre. Y si no resulta, pínchela con una aguja desinfectada y empape la sangre de la verruga con una miga de pan que luego tirará a los perros. Santo remedio. Y si usted sufre de ciática, y esos dolores de ríñones no lo dejan sentarse, amarre a su cintura una lana de color rojo hasta que se alivie. Ahora que si usted sufre de calambres en las piernas por la noche, lo mejor es dar vueltas los zapatos con las suelas hacia arriba. Santo remedio. Si por desgracia, le viene una hemorragia nasal, tome la llave de la puerta y póngala en su hombro izquierdo si la sangre fluye por la fosa derecha; invierta el proceso si es al revés. Santo remedio. Si ese dolor de cabeza no lo deja pensar, recurra a las rodajas de papas pegadas en la frente, se verá como un extraterrestre, pero santo remedio. Ahora, si usted quiere echar a esa visita pegote que se instala todo el día en su casa, ponga la escoba detrás de la puerta con las ramas hacia arriba. Santo remedio. Y si desea que no vuelva más, sin que este paracaidista se dé cuenta, tírele tres veces sal por la espalda. Cuide que no la pillen porque usted puede quedar con un ojo en tinta. Para que los perros dejen de aullar en la noche, repita tres veces: «Santa Ana parió a María, Santa Isabel a San Juan, por estas cuatro palabras los perros se han de callar.» Santo remedio. Si su casa es un infierno, y desde la mañana empiezan los dimes y diretes, y las mochas y peleas no dejan vivir en paz a su familia, tome un ramo de palma bendita y la quema en las cuatro esquinas de su hogar, diciendo: «Que salga el mal y entre el bien como entró Jesús a Jerusalén.» Santo remedio. Si usted sufre por los pies helados, corte una plantilla de papel de periódico, empápela en mostaza y póngala en sus zapatos. Y si con esto le salen hongos, remójese los pies en orines frescos, y si persiste el mal olor, lávese las patas y no sea cochino. Santo remedio. Para que no le ojeen esa hermosa planta que usted cuida como guagua, amárrele al tallo una cinta roja. Ahora si usted tiene una guagua, que aunque sea fea no quiere que le causen mal de ojo, haga lo mismo, pero no le amarre la cinta al cogote porque la puede ahorcar. Si usted anda a patadas con el águila con el esquivo billete, ponga nueve granitos de trigo en su billetera. No se va a ganar el Kino ni el Loto, pero puede hacer una sopita de trigo en caso de apuro. Santo remedio.

En fin, son miles de cuentos terapéuticos y narrativas de la magia popular que se usan para apalear el agresivo pasar de estos tiempos de la injusticia legalizada por el mercado. En todo caso, probando secretos de naturaleza nada se pierde, una cruz de palqui a la entrada de la puerta, o la cariñosa matita de ruda para verdear el porvenir, no son recetas tan caras, y aunque no cambian su vida en un ciento por ciento, mantienen la llama amarilla de la inocente fe, en el tierno augurio de soñar un milagro.