domingo, abril 30, 2006

"Solos en la madrugada" (o "el pequeño delincuente que soñaba ser feliz")

De encontrarse en oscuridad de telarañas con un chico por ahí. De saber que éramos dos extraños en una ciudad donde todos somos extraños, a esa hora, cuando cae el telón enlutado de la medianoche santiaguina. Y cada calle, cada rincón, cada esquina, cada sombra, nos parece un animal enroscado acechando. Porque esta urbe se ha vuelto tan peluda, tan peligrosa, que hasta la respiración de las calles tiene ecos de asalto y filos de navaja. Sobre todo en fin de semana de invierno, caminando en el cemento mojado donde los pasos resuenan a fugas aceleradas porque alguien viene, alguien te sigue, alguien se acerca con un deseo malandra y negras intenciones. Y al pedir un cigarro, uno sabe que la llama del fósforo va a iluminar un cuchillo. Uno sabe que nunca debió detenerse. Pero estaba tan cerca, a sólo unos pasos, y al decirle que fumo Life, para que supiera rni estado económico, igual me dice que bueno aspirando mi tabaco ordinario, igual me busca conversa y de pronto se interrumpe. De pronto se queda en silencio escuchándome y mirando fijo. Y yo, tartamudo, lo cuenteo hablándole sin pausa para distraerlo, pensando que viene el atraco, el golpe, el puntazo en la ingle, la sangre. Y como en hemorragia de palabras, no dejo de hablar mirando de perfil por dónde arranco. Pero el chico, que es apenas un jovenzuelo de ojos mosquitos, me detiene, me chanta con un: yo te conozco, yo sé que te conozco. Tú hablai en la radio. ¿No es cierto? Bueno sí, le digo respirando hondo ya más calmado. ¿Teníai miedo?, me pregunta. Un poco, me atreví a contestar. A esta hora es muy tarde y uno no sabe. No te equivocaste, dijo soltando la risa púber que iluminó de perlas el pánico de ese momento. Yo te iba a colgar, loco, agregó sonriendo. Mostrándome una hoja de acero que me congeló el alma colipata. Te iba a hacer de cogote, pero cuando te oí hablar me acordé de la radio, taché que era la misma voz que oíamos en Canadá. Pero la Radio Tierra es onda corta y no se escucha tan lejos. ¿Estuviste afuera? No, ni cagando, yo te digo en cana, en la cárcel, en la peni, tres años y salí hace poco. Me acuerdo que a las ocho, cuando dan tu programa, adentro jugábamos a las cartas, porque no hay na' que hacer. ¿Cachái? La única entretención a esa hora era quedarnos callados pa' escuchar tus historias. Habían algunas re buenas y otras no tanto porque te ibai al chancho, como esa del fútbol o la de Don Francisco. Ahí nos daba bronca y apagábamos la radio y nos quedábamos dormidos. Pero al otro día, no faltaba el loco que se acordaba y ahí estábamos de nuevo escuchando esa canción. ¿«Invítame a pecar», se llama? La única vez que no pudimos escuchar, fue cuando un loco agarró a patas la radio porque estaba hablando el ministro de justicia, y pasamos como un mes con la radio mala, hasta que la mandamos a arreglar al taller de electricidad. A veces alguien estaba preparando comida y hacía sonar las ollas y lo hacíamos callar para oír bien, porque tu radio se escucha pa' la goma. Otras veces se. escuchaba clarita, pero los otros presos andaban amargados pateando la perra porque les habían negado el indulto, porque no tenían visitas, porque el abogado les pedía más plata, o porque los gendarmes güeviaban tanto. Ahí, antes que estallara la mocha, yo agarraba la radio cassete y la ponía bien bajito debajo de las frazadas pa' escucharte.

Ibamos caminando por la calle húmeda, estilada de estrellas, libres en la noche pelleja del Santiago lunar. No había pasado más de una hora desde ese aterrado encuentro, y ya éramos cómplices de tan-ios secretos suyos, de tanta vida aporreada por sus cortos años chamuscados en delincuencia y fatalidad. Y qué otra cosa voy a hacer, me dijo triste. ¿Cómo voy a trabajar con mis papeles sucios? En todas partes piden antecedentes, y si me encuentran los pacos les tengo que mostrar los brazos. Mira. Y se levantó la manga de la camisa y pude ver la escalera cicatrizada de tajos que subían desde sus muñecas. Uno se los hace para que no te lleven preso y te manden a la enfermería. Pero cuando los pacos te ven las marcas, te mandan al tiro pa' dentro. No hay caso, no puedo salir de esto. Es mi condena. Pero se pueden borrar con aceite humano o rosa mosqueta, le dije como en secreto. No resulta, igual vuelven a aparecer las cicatrices, por eso en verano no uso manga corta.

Era tan joven, pero una llaga de amargura trizaba su boca de niño punga, su sonrisa morena de labios torcidos por la hiel del arrollo, su media risa menguada en el aluminio escarlata de la luna en acecho que acompañaba nuestros pasos al filo del amanecer. Te fue mal esta noche, le murmuré aterciopelado para sacarle una alegría. No importa, te conocí a ti, y te voy a dejar a tu casa para que no te pase nada. Ya estamos llegando, suspiré, así que déjame aquí no más, le alcancé a decir antes de estrechar su mano y verlo caminar hacia la esquina donde giró la cabeza para verme por última vez, antes de doblar, antes que la madrugada fría se lo tragara en el fichaje iluminado de esta ciudad, también cárcel, igual de injusta y sin salida para este pájaro prófugo que dulcificó mi noche con el zarpazo del amor.

sábado, abril 29, 2006

La loca del carrito (o "el trazo casual de un peregrino frenesí")

De verlo continuamente cruzar la ciudad con su indumentaria de travesti doméstico, con su figura lunfarda, de mendiga, vieja bruja, señora tirilluda que detiene el tránsito con su espejismo teatral para la sorpresa de la gente. La loca del carrito no tiene destino en su paseo lunático que arrastra por las calles sin ver a nadie, sin percatarse de las risas burlescas que deshilachan aún más su falda de franela a cuadros, el trapo poblador que, sin pretensión, le cubre sus huesudas rodillas de pajarraco artrítico, rumbeando la tarde a bordo de su poética trasgresión.

De su pasado no hay rastro, en la estela locati que dejan sus zapatones de hombre chancleteando la vereda lunar que alborota desafiante. Apenas recoger, sin seguridad, el testimonio que narró de él un periodista para un documental de la tele a la hora de las noticias. "Antes era un talentoso estudiante de arquitectura, pero al morir su madre quedó así". Y eso fue lo único que se supo de él, televisado a la fuerza, esquivando el ojo de la cámara con un desdén de garza principesca, evitando así el sapeo camarógrafo de esos programas acusetes sobre los locos que aún andan sueltos en la urbe.

Por ahí, por calle Lira, Carmen o Portugal, cerca del antaño glorioso barrio travesti de San Camilo, su silueta desguañangada descalabra la lógica peatonal del apurado mediodía. Más bien, es un reflejo donde la mirada ciudadana se desconoce con rubor, en el desorden de su peregrina bufonada sexual. La loca del carrito conduce su bote de supermercado coleccionando mugres que Santiago desecha en su flamante modernidad. Por ahí agarra una muñeca manca y la arropa con ternura subiéndola a su barca rodante. Por acá se enamora de un trapo desflecado que lo rescata para cubrirse la cabeza. Y así, con el trapito anudado en su barbilla sin afeitar, como una abuela sureña o una extraña Madre de Plaza de Mayo, desaparece en el fragor del tráfico, dejan do su alucinado delirio como una estampa irreal que se esfuma en el traqueteo neura del centro.

Todos lo han visto, de alguna manera la ciudad se ha acostumbrado a ser testigo de su paso orillando el pleamar de su destino menguante. Acaso traficando autónomo su caricatura libertaria que amalgama oposiciones de género, lucha de clases, estéticas bastardas del filosofar vivencial que muda los harapos de un neo Edipo en el arrastre del duelo materno con su parturiente trapear.

Todos vemos a diario su tranco sin prisa, hurgueteando en la basura revistas o libros viejos que luego comercia en la vereda de un Supermercado, explicando con clara lucidez la lectura de su contenido. Allí, vendiendo retazos literarios y fotocopias de textos suyos, es un elocuente sujeto cultural que contradice la imagen trastornada de su evadida contemplación. Alguien le compra, con algún estudiante dialoga, algún tonto se mofa incómodo de su apariencia gitana y vagabunda. Pero ella no lo ve tras el vidrio de su ausente cotidiano. No engancha su altivo tornasol de locura con la estupidez del machismo ambiental. Y cuando la noche santiaguina relumbra cobriza en los guiñapos de la tarde, la loca del carrito recoge su mudanza de libros parchados, y sin ningún apuro, como si ordenara un valioso jardín de perlas, diademas y cachureos, se marcha acunada por el rechinar de las ruedas, se confunde con una sombra más que despide el arrebol mohoso de los edificios espejos, cuando cruza la calle Portugal entre los bocinazos y el "deténgase" amarillo del semáforo. Se desliza justo por ese color intermedio entre el "PARE/SIGA". Como si eligiera de alfombra ese relumbro que pinta de oro su equipaje marginal, cuando se va navegando en el asfalto y deja como un chispazo la lírica errante de su alocado frenesí.

viernes, abril 28, 2006

La inundación

Cuando llueve todo se moja, dice un refrán, pero aún más los pobres que ven anegarse el metro cuadrado de sus viviendas con los chorros hediondos de la inundación. Y es que el invierno, la estación más desnuda del año, revela las carencias y pesares de un país que creyó haber superado la fonola tercermundista, un país narciso que se mira la nariz en los espejos de los edificios, un país que se piensa modelo de triunfo, y al menor desastre, al menor descuido, la indomable naturaleza manda guarda abajo el encatrado del éxito. El andamio económico que se vende como promoción de las glorias enclenques de la justicia social.

Así, sólo basta un aguacero para develar la frágil cáscara de las viviendas populares que se levantan como maquetas de utilería para propagandear la erradicación de la miseria. Sólo basta la llegada del invierno para demacrar la alegría de los pobladores que, después de tantos trámites y subsidios habitacionales, por fin les salió la casa propia. Digo casa, pero la verdad son cajas de cartón que al más simple chubasco se revienen con el agua y las pozas, y todo empieza de nuevo, otra vez de regreso al callamperío marginal, otra vez correr las camas y salvar lo poco valioso que se ha logrado comprar a crédito después de tantos años de esfuerzo. Otra vez poner las ollas y la bacinica para que reciban el insoportable tic-tac de las goteras. Otra vez, con el agua a las rodillas, sacar la mierda en baldes del alcantarillado que cada invierno se tapa, que cada lluvia se rebalsa de mugres y toda la población se convierte en una Venecia a la chilena donde nadan los zapatos, las teteras y las gallinas en el chocolate espeso del lodazal.

Cada invierno, son casi los mismos lugares que reciben la agresión violenta del desamparo municipal. Son los mismos canales: la Punta, las Perdices, el Carmen o las Mercedes, que se revientan en cataratas de palos, pizarreños y gangochos que arrastra la corriente sucia, la corriente turbia que no respeta ni a los cabros chicos, los inocentes niños entumidos que con los mocos del resfrío blanqueando sus ñatas, se amontonan en los albergues temporales que, por lástima y culpa social, les proporciona la municipalidad.

Pero toda esa película trágica del crudo invierno chileno, sirve para que la televisión se atreva a mostrar la cara oculta de la orfandad periférica tal como es. Tal como la viven los más necesitados, que por única vez al año aparecen en las pantallas como una radiografía cruel del pueblo, mostrada a todo color en el blanco y negro de la política. Por única vez al año acaparan la atención periodística, por única vez son estrellas de la teleserie testimonial que programan los noticieros. Por esta vez, se desenmascara la mentira sonriente de los discursos parlamentarios, la euforia bocona de la equidad en el gasto del presupuesto. Por única vez, al jaguar victorioso se le moja la cola, y todos podemos ver su reverso de quiltro empapado, de pájaro moquiento y agripado, como las guaguas de la inundación, que tan chicas, tan débiles, ya aprenden su primera lección de clase, su primera escuela de faltas, tiritando húmedas en los pañales.

jueves, abril 27, 2006

El Paseo Ahumada (o "la marea humana de un caudaloso vitrinear")

Y si no fuera el calor, y si fuera otra cosa que nos anda asorochando a las tres de la tarde, con la cabeza abombada tratando de tirar unas ideas para hilar esta crónica, unas reflexiones novedosas sobre la urbe y esa fiebre pegajosa que hace del verano en la ciudad un horno irrespirable. Sobre todo si hay que pasar por el centro, bajarse justo en la estación Universidad de Chile del Metro. Treparse en esas escaleras de metal, donde sube y baja la marea apurada de gente que se mira de reojo cuando se cruzan cara a cara. Pero esa mirada no alcanza a ser un gesto de comunicación, apenas visualizar pañuelos que secan la frente y limpian maquillajes descorridos por la gota grasa del sudor, un ascensor de carne mojada en el trotar sofocante de la masa que evapora sus trámites y compras en la aglomeración del Paseo Ahumada. La calle restregón y pugna por salir del atolladero de cuerpos que se atajan, que se chocan, que se amasan calientes en el traqueteo nervioso del paseo público.

Así, esta arteria mercantil del centro de Santiago es el espacio peatonal estrujado por el vaivén de los sobacos que gotean miles de olores, cientos de transpiraciones de distintas marcas, de diferentes aromas que en el apretón se mezclan, que en el cumbión callejero hacen una hediondez común, una tregua de calor y cansancio para soportar mutuamente, tanto los hedores a cebolla de la plebe, como el tufo floral de los economistas que corren del banco a la financiera con las tarjetas de crédito en la mano. Los contados pitucos del Master Card, del Visa Card, del Life Card que se aventuran en la cuncuna plural del sobajeo humano.

Y si a esto le llaman pacto social, paz ciudadana o pichanga entre clases, seguramente por la concertación variada de status económicos que forman el tumulto en la estrechez del paseo público. Como si fuera lo mismo subir al centro desde Pudahuel o bajar desde Santa María de Manquehue. Con este calor y con tanto perraje suelto. "Hay que tener estómago Macarena para resistir el impacto. Te lo digo. Te insisto linda que si puedes evitarlo tanto mejor". Tanto peor si la cuica de traje Brancoli y cartera Gucci tiene que caminar por el Paseo Ahumada aterrada, evitando los apretones del populacho. Como si no escuchara los piropos de los rotos que venden mote con huesillos. Como si no viera a ¡a señora pobla que casca al cabro chico porque no se queda tranquilo colgado de su mano. Y cómo el niño se va a quedar tranquilo, si esa avalancha de zapatos lo asusta en su pequeña atalaya infantil. Cómo se va quedar tranquilo, si a su lado otro cabro le saca pica chupando un helado con su langüeteo gozoso. Y el niño sabe que la mamá le dirá que no tiene plata para un barquillo, cuando la mira hacia arriba con sus ojitos resecos de pena. El peque sabe que le dirá que no moleste, que nunca más lo traerá al Paseo Ahumada si sigue portándose así, que se espere y cuando lleguen a la casa le va a comprar un cubo de hielo que vende la vecina. Y el niño tiene que conformarse con mirar de lejos esos colores verde menta, morado mora, rosa frutilla o amarillo bocado que ofrecen las heladerías. Muy adentro, en su enano corazón, él ya sabe que pertenece a esa muchedumbre conformista que mira las vitrinas tocándose las monedas para el Metro. El conoce la palabra confórmate y no la comprende, pero trata de entenderla cuando va de la mano con su mamá por el Paseo Ahumada, mirando la fanfarria chillona de las vitrinas, chupándose con los ojos ese resplandor publicitario, hipnotizado por las carreras de los comerciantes ambulantes arrancando de los pacos, recogiendo las mercaderías desparramadas por el suelo en el apuro; con niños chicos, como él, que ayudan a recoger las peinetas chinas, los calcetines de a tres en mil, las chucherías de Taiwán que ruedan por el piso. Todo esto lo ve el niño con ojos de fiesta, justo cuando la mamá le da un tirón para que siga caminando y se pierda con ella en la multitud apurada. Cuando ya ha pasado el calor y comienzan a prenderse las luces de neón y una leve ventisca refresca el agotamiento de los vendedores que miran el reloj para cerrar las tiendas al caer la noche. Al variar el público del Paseo Ahumada que se deja caer en los asientos esperando los shows callejeros; los humoristas, cantantes y oradores evangélicos que ocupan la calle con su teatro de paso, con su circo limosna que alegra la ciudad, cuando se relaja el tráfico de un agitado día y Santiago finge que duerme para que aflore la noche despelucada del escote putinga y su lunfardo resplandor.

miércoles, abril 26, 2006

Noche de toma en la Universidad de Chile (o "me gustan los estudiantes")

Y si a uno lo invitan a sumarse a la toma de la U., la catedral del saber, donde tantos piojos no pudieron entrar por falta de money, y tuvieron que mirar desde la vereda del frente la vida universitaria, la vida joven echada a pata suelta en los jardines académicos. Sobre todo en la Facultad de Humanidades, la inútil casa del pensamiento, dicen los que quieren transformar la educación en un negocio rentable, una productora de técnicos y economistas que sigan las huellas del jaguar. "Gente decente, de pelo corto y sin complicaciones existenciales como necesita este país. No como esa patota de universitarios inclinados a las letras, las ideas o el arte". Los mismos que han provocado este sismo grado ocho en la casa de Bello, la manga revoltosa que dio el espolonazo para que renuncie el rector, el mismo que fue elegido el noventa y se repitió el plato el noventa y cuatro, y si los cabros no hubieran atinado con esta paralización, capaz que perpetúe su mandato el noventa y ocho. Por eso, y para moverle el piso a esta momia y su camarilla conservadora, acepté la invitación. Que si me llaman voy, me dije, a pasar una noche con los chicos del cambio, a leer mis letras sucias y a cantar con ellos las mismas canciones de la rebeldía, con o sin causa, da lo mismo, pura pasión, puro deseo, y eso es lo único que queda cuando las ideologías están al servicio del poder de turno. Total, la razón en estos sistemas es comprable, transable y la tiene quien argumenta mejores razones pragmáticas. Por eso estuve con ellos y con La Batucana animando e1 paro, salpicando con versos y crónicas la noche pendeja que se hizo corta copuchando y tomando sopa. Riendo y coqueteando con los pendex bellos que compartían la seducción del canto a través del guitarreo, los pendejos y pendejas que defendían fieros las rejas de entrada, pidiendo documentos por si se colaba un sapo, tomándose este Resto de independencia tan en serio, que a las cuatro de la mañana renovaban la guardia y los turnos bostezando, muertos de cansados por la vigilia de la resistencia. Con tanto empeño, que se daban tiempo para ponerse melancólicos, con las canciones de Silvio, con los himnos y amores de estudiantes detrás de alguna barricada. "Tú te acuerdas, tú escuchaste de esa histórica marcha para que se fuera Federici". Y entonces, a puro paro, a puro café y alguna garrafa de vino navegado que pasó clandestina por la complicidad de los chicos de guardia, tiritando en la portería. Chicos, que les cuesta ser guardias, y a escondidas se tomaron su copete esa noche para mantener poéticamente los ojos abiertos y las patas calientes con el vino navegado. Y ay que noche, qué síntoma de soñar despiertos la ilusión marina de un abordaje en sus ojos cansados, trasnochados de utopía dulce. Qué noche memorable viví con los chicos de la U., cantando sus slogans de Universidad libre, Universidad para todos, Universidad para el que sufre, total en el pedir no hay engaño. Y si se trata de soñar, qué importa, soñemos lo imposible. El resto, fue esperar que la cordillera recortara su lomo en el clarear de la amanecida, a esa hora, cuando el frío escarcha la mirada de los estudiantes en paro, los bellos estudiantes que le dan una lección de dignidad a este país, en la trinchera de su exaltado desacato.

martes, abril 25, 2006

Un letrero Soviet en el techo del bloque

Así, fuera poco vivir colgado de una jaula de cemento, donde el choclón de vecinos forman una familia, una salsa de gente que vive al tres y al cuatro intercambiando sus penas y esperanzas en las copuchas de pasillo. Sobre todo cuando citan a reunión porque una gran empresa ofrece poner un cartel en el techo del bloque. Tan grande como los luminosos de Manhattan, tan espectacular como esas marquesinas de neón que hay en el centro. Con tanta luz para iluminar los rincones, y así los patos malos no puedan seguir cogoteando gente. Un super aviso que va a ser la envidia de toda la pobla, porque las señoritas que pasaron encuestando casa por casa para que los vecinos dieran autorización, prometieron las mil y una con tal de instalar el letrero en el techo. Dijeron que si todos estaban de acuerdo, la empresa se comprometía a iluminar los pasillos, a arreglar el techo para el invierno, a hacer un jardín con juegos infantiles para los cabros chicos, a poner protección en las ventanas para los ladrones, a pagar un tanto mensual a cada casa por concepto de publicidad, y a colocar todos los vidrios que faltan. Aseguraron que iban a emperifollar la facha del edificio y lo iban a mantener tan limpio y bonito como uno de esos condominios donde viven los ricos en el barrio alto. Que se iba a organizar un comité de ornato y aseo que botara todos los cachureos que las viejas amontonan en el balcón, que además no se iba a permitir que colgaran los calzones en las barandas porque daba muy mala impresión, que iban a botar todos los tarros, ollas, bacinicas y teteras donde las viejas cultivan plantas pobres, esos cardenales y suspiros, esos mantos de Eva, esas plantas espinudas que sobreviven pese al meado de los volados, las chinitas y las matas de ruda y toda esa ordinariez de jardín rasca iba a desaparecer, lo mismo que los perros pulguientos y los gatos asesinos de palomas, todo iba a cambiar gracias a la generosidad de la marca que iban a instalar en la cabeza del bloque.

Entonces, surgieron las primeras malas caras, las miradas recelo sas de las viejas porque les iban a cambiar sus costumbres, sus mañosas costumbres de amarrar con alambre la destartalada miseria, su porfía de no arreglar el techo y poner una cacerola en la gotera del invierno, su devoción sagrada por los cardenales que florecen como carne de perro, su amor por los quiltros sin raza, fieles hasta la muerte. Y por último, la gota que rebalsó el vaso fue la noticia que se iba a pintar el bloque de un solo color. ¿Y de qué color? Todas preguntaron a coro. Bueno, dijo la niña de la empresa, tiene que ser rojo para que combine con la publicidad del anuncio. Entonces quedó la zorra, en un dos por tres la pacífica reunión se convirtió en una batahola. ¿Y por qué rojo?, dijo la mujer de un paco, va a parecer guarida de comunistas. ¿Y qué tiene en contra de los comunistas? Harto sufrieron con los milicos mientras usted le pegaba en la nuca a su marido que andaba apaleando gente. Quiere que pinten el bloque verde para que parezca retén, ahí sí que se vería bonito. Y por qué no rosado, o celeste, o plomito para que no se note la mugre, porque la gente aquí es tan cochina. Usted será cochina señora que tira la mugre al primer piso. Y usted que se hace la lesa con la venta de mariguana que tiene su hijo. No te metái con mi hijo vieja cabrona que tenis a tu hija trabajando en un topless. Esa sí que no te la voy a aguantar vieja maraca. Y se agarraron del pelo revolcándose ante los crispados ojos de las señoritas promotoras que salieron arrancando entre el revoltijo de papeles y carpetas que volaban sobre las mujeres malcornadas en el suelo.

Muy poco duró la esperanza de cambiarle al bloque su destartalado pelaje, porque las señoritas no volvieron nunca más a insistir con su propuesta publicitaria. Y meses más tarde, el gran afiche de los Jeans Soviet apareció en el techo de otro bloque, donde la gente es más ordenada y decente. Ahí casi todos son empleados públicos y tienen sus autitos que los lavan como guaguas los días sábado, dijo la mujer del paco entre la pica y la resignación. Además usted vecina decía la verdad, con tanta reja parece comisaría.

Así, cada casa del bloque la pintó cada vecino del color que quisiera, pedazos de naranja, partes de amarillo, murallas calipso, en fin, un mosaico de vidas que relucen su diferencia. Una forma de contener la modernidad uniformadora de la ciudad light, la ciudad aburrida, toda igual con su hábito de espejos y limpieza. La ciudad hipócrita, como un Miamicito lleno de carteles y neones que ocultan con su resplandor la miseria que se amohosa en los bordes.

lunes, abril 24, 2006

Flores de sangre para mamá (o "la rebeldía llagada de un tatuaje")

Y no hace mucho que esta costumbre era un vicio mal visto de marinos, piratas o de algún preso que se dibujaba una sirena en el antebrazo para entretener su soledad, meneándole la colita al apretar y soltar el puño. No hace tanto que a los cabros les dio por intervenirse el cutis con toda la gama que ofrece el arte del grabado en la piel. Tal vez, la idea vino de los rockeros duros y toda su fauna de murciélagos, vampiros, puñales y flores satánicas que adornan la alegoría de ese neogótico, de ese punga-punkie y su metalero disloque. Lo cierto es que prendió como una mecha de tinta entre los adolescentes, que lucen sus bellos cuerpos con las caricaturas del heavy-rock.

Aunque también las Artes Marciales y sus aletazos de ballet Jiu-Jit-Su, Shoto-Kan, o Kárate-Kid, colaboraron metiéndole gráfica oriental a este arte que cada vez se hace más refinado y exquisito. Así, de los pobres tatuajes que en un comienzo parecían garabatos de kindergarten, calcomanías de micro, copias de Micky Mouse, anclas, corazones o letreros cursis que ofrecían "Flores para mi madre"; ahora se han transformado en finas estampas y delicados dibujos con volumen, con sombra y a todo color que ofrece la artesanía del tatuaje. Ahora no hay peligro de sida con sus agujas recambiables y maquinitas importadas que van picando la piel con su aguijón esterilizado. Tampoco es tan doloroso, porque la anestesia adormece el rasguño que pinta un lagarto enroscado en la pierna, un dragón volando en un hombro, o un escarabajo caminando por la espalda. El único drama es que esta decoración dura casi para siempre. Es decir, hay que comprometerse con el mono como un enamorado. Porque si cambia la moda, borrárselo es tan caro como doloroso. Aun así, hay algo de juramento en este maquillaje tribal de los pendejos. Algo de pacto con el símbolo que eligen espera durar toda una vida, ya sea el signo de la paz, una calavera, un nombre bordado de espinas, una A de anarquía o los escudos del fútbol. No importa que los viejos se horroricen con estas modas primitivas, como los hoyos de los aros en las orejas, en las cejas, en la guata. No importa que los reten o que les den un par de charchazos; total ellos así ejercen la propiedad autónoma de sus cuerpos. Así se rebautizan, marcándose con el dolor de la aguja que va abriendo la piel al ardor de la tinta.

Algo de iniciación para la vida se asume al soportar la llaga de esta línea que tajea. Es como poseer una forma o un mensaje que se elige para siempre, que se toca y se acaricia y se encariña con la costra que cuando cae, deja ver el músculo dibujado con algo propio. La precisión del trazado dependerá del precio del tatuaje, entre más grande y complejo será más caro, tanto o más que un par de zapatillas o un compact de Los Ramones. Los colores también dependen del money y del aguante que tenga el pendex en el desollado del pellejo.

Sin duda que también estas señas harán más detectable la prófuga identidad juvenil, pero la variedad compite con la identificación. Existen tantos tatuados, y en partes tan diferentes del cuerpo, que se necesitaría otro registro civil para ficharlos. En tanto cada dibujo puede alterarse y no corresponder a una señal única como la huella dactilar. Cada dibujo es del cuerpo que lo posee, como también del gran cuerpo juvenil de la ciudad que siempre está cambiando de piel de acuerdo a las modas y pasiones que los desbocan, al deseo irrefrenable de verse diferentes, de sentirse únicos en el oleaje metropolitano que, cuando pasan los veinte años, pierde sus risas, y más temprano que tarde, cuando se titulan de honorables empleados, ocultan sus marcas rebeldes y sus flores de sangre negra bajo el puño almidonado del yugo laboral.

viernes, abril 21, 2006

El garage Matucana Nueve (o "la felpa humana de un hangar")

Y era que se vagaba por la noche santiaguina mediando los ochenta, en largos carretes de la revuelta resistente. La manga callejera, media artista, media artesa, poetas de gomina punkie, intelectuales de izquierda ñuñoína y pobladores desalambrados en su vértigo de cuentear cajas de vino tinto en las plazas, en los actos políticos, en las peñas, en los recitales, en fin, donde se proyectara el rito ansioso de fumarse con rabia un cambio al presente. Y si no ocurría, por lo menos había que imaginarlo en la farra nochera que hilaba zapatillas, sandalias y bototos under camino a Matucana. En Estación Central, a media cuadra de Alameda, el Garage cuna del margen vanguardia, a reventarse de pelados metaleros y chascones floripondios, todos allí, hermanados por el subterráneo alternativo donde se ideaba el Chile en democracia.

Por entonces el comic, los peinados raros y la patota pirata que soltaba sus humores creativos en ese solar del placer utópico, la barraca que acogía a las tres mil mujeres en tres días de feminismo, izquierda y rabias sin calzón. Por allí pasó casi toda la subversiva movilización antidictadura, animada por el Jordy, la Rosa Lloret y la familia amigota de pintores, poetas, teatreros y soñadores que reventaban de eléctrica música los viernes de Matucana. Siempre con cucas de pacos en la puerta, por reclamos, por la bulla, por las peleas, por los botellazos, por todo el tráfico de ideologías destapadas y resentimientos bailables, tomables, fumables que acontecían en ese galpón periférico. El corazón duro de aquel Santiago crispado por el rechinar de la protesta. El espacio taller para pintar lienzos y carteles usados en las concentraciones. Frases y poéticas del panfleto escrito en los ecos de aquella catedral piñufla, siempre enfiestada por las tocatas, las reuniones y las acciones de arte que narraban su desespero.

Y era que allí, la noche ochentera quería durar para siempre en el dionisíaco adelanto de la democracia que se vacilaba, en la ansiedad pendeja sobajeándose y brindando el cuerpo en la felpa humana del hangar. La variada multitud de chicos y no tan chicos que transaban el espacio común con la manda de la ropa negra. New waves pálidos y ojerosos imponiendo el look gótico sacado de la ropa americana, chicas rebeldes, minifalderas pop, que encueraban las noches en el humo azul de los pitos. Conjunción de estilos, sombreros retro y gafas de gata con brillitos, en el zumbante reggae que recién llegaba, amortiguando el heavy rock con su calipso calentón. Entonces se bailaba, entonces el cuerpo asumia el desafío de la pista donde el choclón político de mitines y cantatas convocaba a la joven izquierda, la bella izquierda desarrapada y voluptuosa en su güeviar noche a noche hasta el clareo vinagre del amanecer.

Y fueron tantas veces, tantas tardes, noches y mañanas que el galpón insalubre adoptó en sus andamios de buque-piojo al desacato urbano. Que los ensayos de perejiles rockeros que no tenían lugar, que el teatro pánico donde volaban por los aires los actores que terminaban en la posta quebrados y patulecos con el porrazo. Que la visita de Christopher Reeves, Superman, que vino a solidarizar con los degollados. Y allí conocimos al hombre de acero, de cerquita, con su alto porte gringo y sus ojillos celestes emocionados en el discurso. Todo eso pasó bajo la techumbre cimbreada del galpón, pasó como destello glorioso del esperado destape amasado en los ochenta y que nunca vio futuro. Porque llegada la democracia, la rémora conservadora del cambio desalojó la fiebre del lugar, inauguró otros espectáculos de vanguardia neutralizados por el comercio, banalizados por el mercado del margen, sobajeados por la venta clasista del under censurable. Pero aquella pasión errante, quedó apresada en el teatro vacío de aquel Garage, que retornó a su práctica de bodega, donde no quedan rastros de sus grafittis obscenos y el lugar ya no es una "boca de tráfico" para el sencillo barrio de venta de tuercas y repuestos de autos. Tampoco hoy nadie se queja del estruendo acústico de los motores que acallaron para siempre la balada vibrante de otra época.

jueves, abril 20, 2006

Los Prisioneros (o "el grito apagado de los ochenta")

De levantarme una mañana y encontrar el barrio tapizado con las caras de laucha de Los Prisioneros, "la voz de los ochenta", multiplicada en el poster comercial que delata la derrota de una década, la perdida rebelión, y tantos, tantos sueños que había en sus cabecitas negras, ahora peinadas con el gel maraco del repulsivo mercado. Así, fueran Hugo, Paco y Luis, los tres sobrinos vivarachos del Pato Donald, que hicieron creer a toda una generación de jóvenes, que el mañana democrático era un sol de promesas que pintaría de amarillo la basura de sus cunetas.

Pero no fue así, porque los aires cambiaron para muchos, pero no para los chicos pobla que siguieron la huella delictual de sus veredas cesantes, sus veredas amargas de mascar el polvo y la angustia suicida de la pasta base. Tal vez, Los Prisioneros nunca fueron tan marginales, tan patos malos, apenas tres pálidos liceanos que guitarreaban sus broncas en la esquina del medio pelo, cerca de la Gran Avenida, en San Miguel. Quizás, tampoco tuvieron que ser tan dark, tan punkies, tan heavy metal, para componer la canción más hermosa del rock nacional: "El baile de los que sobran". Acaso esa mordida timidez de flacos sin bulla, de cabros pajeros florecidos de espinillas, que se juntan en la tarde a rocanrolear una cerveza. A lo mejor esa misma achunchada vergüenza de ser clase media, fue el argumento que los lanzó a la fama musicalizando sus anónimos sueños, sus humildes rabias frente al aparato represor que, por esos años, apaleaba al tierno corazón de los mariguaneros de barricada.

Tal vez entonces, la emoción del patear piedras, tirar piedras, comer piedras, tenía que ver con esa impotencia de los chicos que perdieron sus verdes años combatiendo la dictadura. Quizás por eso, Los Prisioneros cayeron parados en los actos políticos, agotados por la depresión del Canto Nuevo, el testimonio charanguero y el llanto de la quena. Por eso prendieron como bencina en las multitudes que coreaban el "Pinocho, escucha, ándate a la chucha". Ellos hicieron bailar la protesta con las cuatro notas de su poético pop, su sencillo pop, su irónico pop, y la lírica resentida de sus letras burlándose de los que no se llamaban ni González ni Tapia. "Por qué no se van del país", si no les gusta, aullaban los bellos perejiles del rock territorial, sudaca y cantinflero. Con tres zapatillas rascas, tres polentas negras, tres blujines carreteados, y la voz del Jorge González tirando mierda con ventilador a los milicos, a los hippies conformistas, y a cuanto pirulo burgués, fanático de la cultura extranjera que se atravesaba por sus canciones.

Pero no pasó mucho tiempo que esa balada rebelde se hizo gusto fetiche del underground pituco, que por esos años paraba las patas en algún local clandestino de Santiago. La acomodada vanguardia juvenil, que adoptó a los nenes atorrantes de San Miguel domesticando las mechas tiesas de su porfía rockera. González fue el primero que cayó en la seducción de esas niñas violentas con pelo verde que, llegando de Madrid, traían de contrabando la movida española. Jorge fue el primero que se dejó embrujar por el estilo cult, los tragos finos, y todo el circo taquilla de ese lejano destape. Fue el único que creyó los piropos de roto talentoso que le decían sus nuevos amigos. Acaso su acalorada fiebre por el cambio fue sólo la excusa para volar del barrio rasca. Tal vez, el vocalista líder de Los Prisioneros se juró Lennon con sus entrevistas puntudas, sus camisas sicodélicas y los lentes de contacto azules que usó para el video clip que hizo junto a Miguel Tapia, el más apagado de los integrantes, el único que siguió fiel a su lado cuando Claudio Narea renunció al grupo.

Es posible que Claudio, quizás el prisionero más idealista, regresara al barrio asqueado de tanta farándula. Porque más allá de los motivos personales de aquella separación, más allá de la pelea que tuvo con Jorge, algún pacto de esquina se había roto. Y Claudio, tan bellamente aindiado, se viró de aquellas falsas luces. Precisamente cuando la banda era top, él volvió a la cuadra y vio el ascenso de sus antiguos yuntas ganando plata a manos llenas, moviendo a la Quinta Vergara al compás de sus viejas rebeldías. Claudio los vio por televisión emocionado, y apretó los ojos de su prisionera pena para no llorar, sabiendo que la vida tenía muchas vueltas, convenciéndose que él estaba bien en la suya tocando con Los Profetas y Frenéticos, que era consecuente organizando el sindicato de rockeros en La Cisterna, donde iban los locos pungas a rasguear sus reventones. Que el Jorge González, creído y solista en la película del clip televisivo, algún día se iba a cansar de correr a poto pelado cantándole a la felicidad de los ricos. El Claudio esperó paciente, caminando por la Gran Avenida, que al Jorge le dieran vértigo las luces de Manhattan, donde se fue a triunfar cuando olvidó los tarros pateados de su adolescencia.

Así, de verlos esta mañana en el afiche que promociona la reedición de sus temas, prefiero no pensar en su reencuentro. Prefiero creer que en algún patio de esta comuna, aún tres flacos poetizan la ira operática de su bulla. En tanto, sigo caminando por la ve: la sucia de San Miguel, pensando en encontrarme al Claudito a la vuelta de la esquina, cuando me cierra un ojo en el cartel y me invita a bailar apretado "El baile de los que sobran".

La República Libre de Ñuñoa (o "parece que nos dejó el taxi, Lennon")

Desde allí, caminando por sus calles de baldosas quebradas y rejas mohosas, se puede mirar la ciudad de Santiago con cierto orgullo. Como quien ve el país desde un balcón roñoso, tal vez lo único que les va quedando a esas enormes casonas de inmigrantes que se instalaron cerca del Barrio Alto, pero que nunca fueron Barrio Alto. Apenas la periferia de Providencia, donde sus calles cuicas decaen en un mediopelo de boliches y paqueterías afraneladas de polvo, sobreviviendo sólo por la tradición añeja que las mantiene en pie.

Desde Ñuñoa, el habitante puede creerse afortunado de corretear en bicicleta por sus anchas avenidas sombreadas de árboles, y ostentar cierta libertad de provincia, cierta pituquez de pueblo chico, donde no hace falta casi nada: ni las plazas, ni la municipalidad, ni el estadio, ni las universidades, ni tampoco esos colegios clasistas con nombre de santo inglés, donde los hijos de Ñuñoa aprendieron las vocales con acento extranjero. Esos Colleges, Academys, School, donde estudiaron juntos, hicieron la cimarra juntos, se pajearon juntos, y se fumaron sus primeros pitos escuchando a Silvio Rodríguez, y luego y pronto y después, terminaron allegados a la casa familiar, hippientos y solterones bostezando los cuarenta.

Sin duda, la comuna de calle Irarrázaval vio pasar la historia bajo la sombra campestre de sus jardines. Allí se aposentó todo el arribismo de la pequeña burguesía, opacado por la nobleza de sus comunas vecinas. A sólo unas cuadras, la misma vereda de Pedro de Valdivia cambia de pelaje, la misma empleada doméstica mira con desprecio a la india de al lado, el mismo perro pirulo pasa con la cola bien parada sin mirar al de enfrente, la misma hija de funcionario público se junta con sus amigas "jai" en el Paseo Las Palmas de Provi, y no en la cercana Plaza Ñuñoa donde hacen nata los picantes de la cultura alternativa. Los hippies, punkies y vanguardistas izquierdosos, privilegiados de la educacion experimental del Manuel de Salas. Un Liceo público donde se incubaron los proyectos liberacionistas del sesenta, el laboratorio ideológico de una década, el semillero progresista de la clase media acomodada que iba a cambiar el mundo. Los chicos bonitos que bajaban a la periferia de Santiago a comprar mariguana y enseñar la doctrina social de Cristo a los piojosos, a los atorrantes, que en la parroquia de la pobla aprendían sus canciones de protesta y los miraban como dioses disfrazados de artesas, compartiendo las patadas de los pacos y el humo de las lagrimógenas. Hermanados por el: "Compañero presente, ahora y siempre".

De Ñuñoa salían los estudiantes voluntarios con sus pañuelitos hindúes al cuello a repartir frazadas en las inundaciones. Los chiquillos de buen corazón conmovidos por la miseria del margen. Ñuñoa dio a luz una patota de cabros buenos, pasados por la juventud católica y el álbum familiar donde aparecen desteñidos en la foto de primera comunión, cuando aún creían que Sudamérica era cosa de ángeles porfiados.

Fueron los mismos muchachos que cantaron Let it be, y luego se hicieron rebeldes, mariguaneros, patoteros, rockeros, socialistas, comunistas, mapucistas, miristas o frentistas. Los mismos que alguna vez, en la búsqueda desesperada del yo interno, tomaron la senda esotérica y militaron en Silo, el Grupo Arica, la Gran Fraternidad Universal o la Comunidad de Krishna, Rajness o Saint Germain. Pero no les duró la paciencia de esperar en pose de loto a que cambiara el cielo horizontal del Acuario místico "La era estaba pariendo un corazón", y había que aprenderse el Capital de memoria, estudiar arte, sociología, antropología, literatura, filosofía y cuanta carrera humanista que los titulara rápidamente de alumbrados profetas.

"Eran días de arcoiris" para aquellos jóvenes intelectuales que pusieron mente, corazón y sangre en el pulso finisecular de una aguada derrota. Son los mismos soñadores-idealistas que ahora se reúnen en Las Lanzas de Plaza Ñuñoa a recordar viejos tiempos. Allí se les puede encontrar hoy, sin el pañuelito hindú reemplazado por la corbata de funcionario ministerial. Cómodamente instalados en el nido burgués que tanto odiaron cuando cantaban "Hay que dejar la casa y el sillón" Allí se les ve cada tarde al regreso de la oficina, como si no hubiera pasado el tiempo, como niños grandes y guatones que se pueden reír sin prisa, balanceando el whisky en la mano izquierda, arrepentidos de los extremismos y tratando de olvidar. Más bien, intentando no deprimirse con esa canción que rasguea el cantor culebreando de mesa en mesa, el guitarrero cantor que conoce de memoria el repertorio de Silvio, Violeta, Víctor, Atahualpa, y también "Valparaíso mi amor" que saca aplausos y más trago y más monedas.

Allí se les puede ver ahora, en algún recital de Los Tres por La Batuta, animados por algún gramo que jalan en la tarjeta de crédito. Pero aun así, nostálgicamente tristes, irremediablemente consumidos por la sobrevivencia del medio lustre nacional. Inolvidablemente repetidos en el himno de La República Libre de Ñuñoa. Cuando se van tambaleando por la vereda comunal de regreso al insectario y ahorcados por el ayer.

miércoles, abril 19, 2006

Dean Reed (o "del rock a la odisea marxista")

De la misma época que Paul Anka, Chuby Checker, Neil Sedaka y toda esa manga de afectados señoritos que hoy hacen el show-rock de la tercera edad, el gringo Dean Reed era un baladista famoso conquistando muñecas adolescentes con su repertorio emotivo que enlazaba a las parejas de fines de los cincuenta. Aquella generación de lirios y margaritas, pololos de media tarde, palomos de motoneta, adictos al chicle, la Coca Cola y el Yo-Yó. Empaquetados rebeldes, coléricos de esquina, que soñaban cambiar el mundo con el tocadiscos en el corazón.

Dean Reed, o Din Rin, como le decían acá en Chile, había logrado pegar con varios éxitos mundiales, como: No Te Tengo, Anabelle, La Novia y otros discos que aún suenan incansables en programas del recuerdo. Su historia pudo llegar hasta allí, y el resto habría sido fácil viviendo de las ganancias de aquella mermelada nostalgia; pero el flaco Dean, vio llegar los sesenta y la revuelta estudiantil y social le giró el disco de su ingenuo cantar. Vietnam, Cuba, Nicaragua, Puerto Rico y tantos excesos del capitalismo, le provocaron el asco que lo lanzó a una militancia política enrojecida por la bronca social. Entonces Angela Davis, entonces Bob Dylan, entonces Joan Báez y muchos otros artistas norteamericanos formaron un frente crítico ante los atropellos de Nixon en su afán colonizador y prepotente. Pero Dean, en esa hippie y conocida historia, nunca fue protagonista, nunca superstar de la revolution, apenas un gringo revoltoso que viajaba por el mundo denunciando derechos humanos pisoteados por el más fuerte.

Por entonces Chile vivía su experiencia de socialismo en democracia, y Dean no podía estar ajeno a tal experimento, por eso vino a solidarizar con Allende y la Unidad Popular. Y frente a la Embajada norteamericana del Parque Forestal, realizó su cuestionada acción política lavando la bandera de Estados Unidos en protesta por Vietnam Asi lo recuerdo esa primera vez que lo vi siendo yo liceano. Lo veo nuevamente con el trapo yanqui mojado entre las manos frente a la prensa extranjera. Recuerdo vagamente los gritos, las consignas, los discursos, las canciones por Vietnam, Laos y Camboya. Recuerdo su porte gringo entre las cabezas negras de los estudiantes de izquierda. Y hasta ahí no más me llega la memoria, porque vino el golpe y Dean Reed, exiliado por el gobierno norteamericano, se asomaba a veces por la radio con su vieja balada de teenagers.

Después, ya en los ochenta, cuando la resistencia al régimen militar se camuflaba en grupos de arte que pasaban de contrabando el panfleto político, cuando se organizó el Coordinador Cultural, con actores, poetas y pintores de la Apech, la Sech, Sidarte y cuanta agrupación de artistas que participaba en aquellas tomas de la calle disfrazadas de acciones de arte, ahí, en la Sociedad de Escritores lo volví a encontrar, como un Sting un poco más cansado, pero igual de solidario, igual de soñador, colorado por el vino caliente que se tomaba brindando por la libertad en esas peñas de la patria enferma. Le pedimos que cantara y él no se hizo de rogar, tomando la guitarra y entonando aquellas viejas notas de rock and roll de su también lejana juventud.

Nunca más supimos de Dean Reed, viajando por el mundo; de Cuba a la Unión Soviética, y de África a Nicaragua, llevando por el mundo la cinta lacre de la revolución. Y entre tanto cambio de posturas y caídas de muros, entre tanto ocaso ideológico y surgimiento de las nuevas democracias conservadoras; entre tanto empacho neoliberal y abulias de mercado, un día nos llegó la sorpresiva noticia de su muerte. Todavía estaba joven el Dean Reed de tanta batalla por la justicia, y esta crónica, enredada con la música sentimental de su evocación, sólo pretende negarse al olvido de su alentadora sonrisa. Tal vez rescatarlo del cancionero ajado que empaqueta su recuerdo, reponer al personaje que transó un cómodo futuro de estrella por el abrazo sin fronteras a los oprimidos de silenciada voz.

El río Mapocho (o "el Sena de Santiago, pero con sauces")

En verano parece una inocente hebra de barro que cruza la capital, un flujo de nieves enturbiadas por el chocolate amargo que en invierno se desborda, desconociendo límites, como una culebra desbocada que arrasa en su turbulencia las casas de ricos y pobres levantadas en sus orillas. Porque este río, símbolo de Santiago, se descuelga desde la cordillera hasta el mar, cortando el flaco mapa de Chile en dos mitades, y en su recorrido nervioso, atraviesa todas las clases sociales que conforman la urbe. Desde las alturas de El Arrayán, donde los hippies con plata instalaron su tribu ecológica y mariguanera, sus casitas de playa, con piscina y amplia terraza para mirar el río en pose de yoga o meditación trascendental. La comunidad naturalista, donde las señoras hippies con guaguas rubias a poto pelado, hacen quesos de soya y recetas macrobióticas escuchando música New Age. Tan inspiradas por la precordillera de lomas y quebradas, y el rumor del Mapocho que se lleva en la corriente sus olores dulces de sándalo, incienso y pachulí hasta mezclarlos, más abajo, con la caca negra de los pobres.

A lo mejor, este Mapocho que se dice río, es sólo un caudal mugriento que no tiene que ver con la idea de remanso verde y aguas cristalinas, como aparece en las fotos del Welcome Santiago. Es lo contrario de las imágenes turísticas que tienen los ríos en Europa. Por eso contrasta con las mansiones y palacetes modernos del Barrio Alto. Más bien, afea el Barrio Alto con su torrente ordinario. Y aunque los alcaldes de estas comunas fi-fi lo decoren con murallones de piedras y enredaderas y parquecitos con estatuas y macetas de jazmines, el roto Mapocho sigue viéndose moreno, entierrado y muy indio en sus porfiadas desconocidas. Sigue corriendo pendiente abajo, Santiago abajo, sin mirar el lujo firulí que bordea el lodo de esas playas con estacionamiento privado. Sigue desbarrancándose amurrado, dando tumbos en los tajamares coloniales que en el setenta y tres vieron pasar cadáveres sonámbulos y rajados por un yatagán.

Mas abajo el Mapocho no se detiene frente al Forestal que pinta de verde su ruta como si la memoria de su paso se llevara en las hojas que caen los besos y las promesas de amor que se juran las parejas mirando el sol poniente. El Mapocho no sabe de amor ni de romanticismo en su carrera loca y sedienta por llegar al mar. Por eso no ve a los enamorados mirándose a los ojos en esa escenografía parisina que le pusieron los milicos en el sector céntrico Esas barandillas cursis y puentes rococó que quisieron travestir al roto Mapocho como un Sena de Santiago pero con sauces.

Siempre hay algo de verguenza ruando un turista pregunta por el Mapocho y los santiaguinos lo muestran diciendo que más arriba viene clarito clarito pero la mugre de la ciudad, los desagües y mierdales colectivos de las alcantarillas lo dejan asi como una arteria fecal donde los motones son truchas para las gaviotas despistadas que picotean hambrientas Las nubes de gaviotas que emigran corriente arriba, por la contaminación de las playas y, a la altura de la Estación Mapocho, transforman el río en un puerto sin mar Y pareciera que desde allí este río ya no tiene que poner caras de Támesis o Danubio azul para complacer a la ciudad remozada. Al oeste de Santiago, el Mapocho se explaya a sus anchas besando la basta deshilachada de la periferia. Como si se encontrara a sus anchas en ese paisaje de callampas latas y gangochos, y cariñoso suaviza su andar armonizando su piel turbia con este otro Santiago basural y boca abajo, con este otro Santiago, oculto por el afán moderno de tapar el subdesarrollo con escenografías pintorescas. Como si el desguañangado Mapocho se encontrara por fin entre los suyos, transformando la violencia de su corriente en un arrullo de té con leche para el sueño proleta. Como si bruscamente se pusiera tierno, aplacando su marea resentida en un oleaje dorado por la penumbra de la tarde que sin retorno, se lo lleva al mar.

lunes, abril 17, 2006

El informe Rettig (o "recado de amor al oído insobornable de la memoria")

Y fueron tantas patadas, tanto amor descerrajado por la violencia de los allanamientos. Tantas veces nos preguntaron por ellos, una y otra vez, como si nos devolvieran la pregunta, como haciéndose los lesos, como haciendo risa, como si no supieran el sitio exacto donde los hicieron desaparecer. Donde juraron por el honor sucio de la patria que nunca revelarían el secreto. Nunca dirían en qué lugar de la pampa, en qué pliegue de la cordillera, en qué oleaje verde extraviaron sus pálidos huesos.

Por eso, a la larga, después de tanto traquetear la pena por los tribunales militares, ministerios de justicia, oficinas y ventanillas de juzgados, donde nos decían: otra vez estas viejas con su cuento de los detenidos desaparecidos, donde nos hacían esperar horas tramitando la misma respuesta, el mismo: señora, olvídese, señora, abúrrase, que no hay ninguna novedad. Deben estar fuera del país, se arrancaron con otros terroristas. Pregunte en investigaciones, en los consulados, en las embajadas, porque aquí es inútil.

Que pase el siguiente.

Por eso, para que la ola turbia de la depresión no nos hiciera desertar, tuvimos que aprender a sobrevivir llevando de la mano a nuestros Juanes, Marías, Anselmos, Cármenes, Luchos y Rosas. Tuvimos que cogerlos de sus manos crispadas y apechugar con su frágil carga, caminando el presente por el salar amargo de su búsqueda. No podíamos dejarlos descalzos, con ese frío, a toda intemperie bajo la lluvia tiritando. No podíamos dejarlos solos, tan muertos en esa tierra de nadie, en ese piedral baldío, destrozados bajo la tierra de esa ninguna parte. No podíamos dejarlos detenidos, amarrados, bajo el planchón de ese cielo metálico. En ese silencio, en esa hora, en ese minuto infinito con las balas quemando. Con sus bellas bocas abiertas en una pregunta sorda, en una pregunta clavada en el verdugo que apunta. No podíamos dejar esos ojos queridos tan huertanos. Quizas aterrados bajo la oscuridad de la venda. Tal vez temblorosos, como niños encandilados que entran por primera vez a un cine, y en la oscuridad tropiezan, y en el minuto final buscan una mano en el vacío para sujetarse. No pudimos dejarlos allí tan muertos, tan borrados, tan quemados como una foto que se evapora al sol Como un retrato que se hace eterno lavado por la lluvia de su despedida.

Tuvimos que rearmar noche a noche sus rostros, sus bromas, sus gestos, sus tics nerviosos, sus enojos, sus risas. Nos obligamos a soñarlos porfiadamente, a recordar una y otra vez su manera de caminar, su especial forma de golpear la puerta o de sentarse cansados cuando llegaban de la calle, el trabajo, la universidad o el liceo. Nos obligamos a soñarlos, como quien dibuja el rostro amado en el aire de un paisaje invisible. Como quien regresa a la niñez y se esfuerza por rearmar continuamente un rompecabezas, un puzzle facial desbaratado en la última pieza por el golpetazo de la balacera.

Y aun así, a pesar del viento frío que entra sin permiso por la puerta de par en par abierta, nos gusta dormirnos acunados por la tibieza terciopela de su recuerdo. Nos gusta saber que cada noche los exhumaremos de ese pantano sin dirección, ni número, ni sur, ni nombre. No podría ser de otra manera, no podríamos vivir sin tocar en cada sueño la seda escarchada de sus cejas. No podríamos nunca mirar de frente si dejamos evaporar el perfume sangrado de su aliento.

Por eso es que aprendimos a sobrevivir bailando la triste cueca de Chile con nuestros muertos. Los llevamos a todas partes como un cálido sol de sombra en el corazón. Con nosotros viven y van plateando lunares nuestras canas rebeldes. Ellos son invitados de honor en nuestra mesa, y con nosotros ríen y con nosotros cantan y bailan y comen y ven tele. Y también apuntan a los culpables cuando aparecen en la pantalla hablando de amnistía y reconciliación.

Nuestros muertos están cada día más vivos, cada día más jóvenes, cada día más frescos, como si rejuvenecieran siempre en un eco subterráneo que los canta, en una canción de amor que los renace, en un temblor de abrazos y sudor de manos, donde no se seca la humedad Porfiada de su recuerdo.

domingo, abril 16, 2006

La Payita (o «la puerta se cerró detrás de ti»)

Para muchos que se tragaron la versión caricaturizada de la Unidad Popular, la imagen de Miria Contreras sigue siendo el boceto pintoresco de la secretaria cómplice y amante secreta que acompaña la figura de Salvador Allende. Y este frivolo estereotipo que armaron los militares, sigue corriendo en los salones políticos y sociales donde la lengua lagarta de la derecha escupe la historia con su saliva venenosa.

Poco se sabe realmente de esta mujer que optó por el anonimato frente a la chismografía y al desprestigio público. Poco se sabe qué es de ella en la actualidad, y es preferible respetar su silencio, acatar su fobia a las entrevistas, su desconfianza frente al periodismo, mórbido y tendencioso. Quizás uno de los pocos protagonistas de esta gesta, que guardó para sí la confidencia del histórico final. Del triste final, hecho tragedia por la mansalva golpista. Tal vez, ella es la única persona que estuvo más cerca del presidente en el filo de ese momento, en la premura apretada de esos minutos que se cortaron en el estruendo de la última decisión.

Acaso, para Miria, el trauma de esa fecha le arrebató para siempre la risa fresca que embanderaba su rostro en la campaña, junto a Salvador. La Paya, alegre, siempre optimista animando los mítines, gritando consignas, escuchando atenta la voz del futuro presidente con un pétalo de ternura en sus ojazos emocionados, en su mirar de palomas exaltadas por aquella presencia arrebatadora de Salvador, su amigo de tantas luchas junto al pueblo. El Chicho, su vecino en la calle Guardia Vieja donde ambos vivían junto a sus familias todos esos años de candidatura y derrota Todos esos años ayudando, esperando que los pobres acarrearan su propio candidato En esa calle sin salida de la comuna de Providencia de entonces, donde las dos casas eran un revoltijo de secretarías políticas y afiches y lienzos y agotadoras reuniones hasta la madrugada Hasta que la luz tísica anunciaba el día, enrojeciendo los ojos irritados tras los lentes de Salvador, y entonces Miria lo dejaba beberse el último trago de café para acompañarlo hasta su casa. Y allí, en esa calle, bajo la claridad tuberculosa del alba, aún quedaba una última mirada separando las dos casas. Aún tenían tiempo para reforzar la pasión socialista que anudaba cardenales rojos ante el presagio del amanecer. Pero a Salvador nunca le gustaron las despedidas, por eso le propuso a Miria unir las dos casas con una puerta interior. Así todo será más fácil, las reuniones, las cartas, las noticias de última hora, las visitas de amigos comunes. Así también nos evitamos los adioses en la vereda y los comentarios de los vecinos, decía ella con sus ojos claros mirando en derredor. Eso es lo que menos importa compañera, recuerde que el amor y la revolución van de la mano en el mismo verso. Lo que realmente me preocupa, es que la lucha y las empanadas no se enfríen de una casa a otra, le contestaba Allende con su risa libre que chispeaba encantador los albores del cambio.

Así las dos casas quedaron unidas por aquella puerta interior que vio desfilar personajes, informes, y el futuro patrio de aquella historia humeante en las bandejas de empanadas y vino tinto, que enfiestaban esa izquierda soñadora de la Unidad Popular, pujando cortar el siglo con su asalariado ardor. Y Miria Contreras no pudo permanecer indiferente en la utópica vorágine que regaba de pétalos el sueño de los oprimidos. Y lo apostó todo a esa causa popular que tocó el cielo en el setenta, ese cuatro de septiembre, bendita fecha en que Salvador fue elegido presidente. Y ahí, recién comenzó la batalla, la lucha de perejiles quijotes frente al molino capitalista del imperio. Y aun así, a pesar de la continua agresión del fascismo interno y externo, la Payita como asesora de la presidencia, lo aconsejaba y escuchaba por horas su proyecto, tomando notas y programando reuniones y compromisos del compañero presidente, que de ropa sport, recibía embajadores, ministros, sindicatos o centros de madres en el elegante balón Rojo del palacio. Sin mediar el cansancio, ella iba y venía por La Moneda de entonces, atascada de papeles y prensa que comentaba con Salvador, que discutía con Salvador, diciéndole a veces que no fuera tan confiado, que no creyera en la fidelidad militar, porque tras la visera castrense de los generales, una sombra oscura vendaba su lealtad. Pero él nunca le hizo caso, y le devolvía una sonrisa apaciguadora a su sospechosa preocupación.

Todo terminó el once bajo la tormenta de plomo que reventó en llamas el Palacio de La Moneda. Todo acabó esa mañana de septiembre con un llamado telefónico a primera hora del presidente. Le decía que la Armada se había sublevado en Valparaíso, que probablemente se sumaría el Ejército y la Fuerza Aérea, que había un ultimátum, que no podía hablar más, que a su lado estaban sus hijas, sus amigos y colaboradores más cercanos; pero Miria, a pesar del tono seguro, intuyó por la inflexión de la voz, que Salvador se sentía solo, que por primera vez oía esa voz desesperanzada en el eco sin multitudes de una plaza vacía, que la necesitaba más que a nadie en esos difíciles momentos, y debía llamar a su hijo para que la llevara en su auto urgente a La Moneda, acelerando, pasando con luz roja, mostrando credenciales en el apuro dimatizado de una extraña Alameda desierta.

El resto ya es relato conocido, narrado en primera persona por la transmisión radial de las últimas palabras del presidente. Y tal vez, en este documento sonoro, multiplicado por la onda corta de Radio Magallanes, los tres años de la Unidad Popular empapan la crónica de la historia con la intensidad dramática de quien escribe su adiós definitivo en el aire cimbreado del atropello constitucional. Quizás es ésta la carta de amor más hermosa que el mandatario pudo improvisar como susurro indeleble que para siempre tiznará nuestra memoria. Un discurso estremecedor, naufragando en los espolonazos golpistas que remecían esa hora, en ese momento de carreras desesperadas cruzando los pasillos irrespirables de humo y polvo por la bazuca retumbando. Ahí en el instante que la guardia y las mujeres abandonaban el palacio por orden de Allende, Miria, confusa en la neura del desalojo, no obedeció la orden y se entregó a la corazonada impulsiva de un enamorado retroceder. Y en esos escasos momentos, cuando Allende reunía a sus fieles amigos para abandonar el lugar en una columna donde Miria iría primero con una bandera blanca, nuevamente la corazonada le hizo girar la cabeza para decirle algo, mirar sus sienes canosas, tirarle un beso, un hasta siempre, no sé, darle una sonrisa que perfumara el aire hediondo a pólvora de esa inútil primavera. Y allí, parada en el corredor, a través de la puerta entreabierta del Salón Rojo, alcanzó a cruzar su atención con un urgente ojeo de ternura, un pañuelo de mirada en el perfil vaporoso de su cara descompuesta, plegándose tras la puerta que se cerraba como la página final de la «vía chilena al socialismo» y su malogrado querer. Y allí quedó como el huérfano más solo de la nación, abrazando su juguete metrallero mientras escuchaba derrumbarse la fiesta de aquella ilusión.

Lo demás raya en el impreciso alboroto de salvar el pellejo, confundir su rostro entre las parvularias y enfermeras que subían a una ambulancia ante la pronta amenaza del bombardeo. Salir de allí, en el relámpago rojo del vehículo que pasó aullando los controles militares. Luego bajarse por allá, anónima, esconderse, «perder el rostro» en la clandestinidad de los días que vinieron, cuando comenzó la siniestra cacería, las listas que publicaba El Mercurio, donde Miria Contreras, alias La Payita, era uno de los personajes de la Unidad Popular más buscados por los caza-recompensas.

Es probable que si Miria no hubiera escapado a la garra criminal de la dictadura en esos momentos, hubiera sufrido el mismo destino de su hijo, masacrado el once y desaparecido hasta la fecha. También es posible que las historias escandalosas que hizo correr la dictadura con ella en Tomás Moro, se grabaron en la mente de muchos incautos como la película porno de la U.P. que los militares aseguraron mostrar en horario de trasnoche por Canal 7. Pero esto nunca ocurrió, porque aquellas filmaciones y videos sólo existieron en la mente afiebrada de la mentira milica. Desde ese armado desprestigio, la subjetividad colectiva chilena construyó el personaje de «La Payita», asociado a la farra sin límites con que la hipócrita burguesía calumnió a Salvador Allende, nada más que por tener en Tomás Moro unas botellas de whisky, unos pollos y algunos dólares que la prensa oficial de entonces multiplicó al infinito.

Esta crónica, imaginaria en el rescate confidencial de quienes conocieron a la Payita y estuvieron cerca de aquellos sucesos, sólo pretende enlazar intensidades y pulsiones humanas que entretejieron la biografía política Probablemente el ímpetu escritural, desborde romanceado al caudal épico de aquellas presencias en el acontecer traumático del aborto histórico Mas bien estos improbables pespuntes memoriales puedan delinear tímidamente el perfil de Mina Contreras en el exiliado claroscuro de su publica Lejanía. Ella, como quien se arropa privadamente en sus recuerdos, se dejó envolver por el mito, quiso que esa gasa fuera evaporando lentamente su protagonismo junto al mandatario. Y la distancia la puso en segundo, tercer o cuarto lugar, esfumándola, borroneando a propósito su nombre, su crédito, su rostro ausente en el álbum moral que empaña con leve bruma la tragedia de la UP. Así, en el segundo plano de la historia, telonea tramitado de rojo opaco el nombre de la Payita, como la marca del rouge que, en el pañuelo desvaído, deja la huella del rosa amante en el lacre pálido de una costra carmesí.

Ronald Wood ("A ese bello lirio despeinado")

Quizás, sería posible rescatar a Ronald Wood entre tanto joven acribillado en aquel tiempo de las protestas. Tal vez, sería posible encontrar su mirada color miel, entre tantas cuencas vacías de estudiantes muertos que alguna vez soñaron con el futuro esplendor de esta impune democracia. Al pensarlo, su recuerdo de niño grande me golpea el pecho, y veo pasar las nubes tratando de recortar su perfil en esos algodones que deshilacha el viento. Al evocarlo, me cuesta imaginar su risa podrida bajo la tierra. Al soñarlo, en el enorme cielo salado de su ausencia, me cuesta creer que ya nunca más volverá a alegrarme la mañana el remolino juguetón de sus gestos.

Porque sería lindo volver a encontrar al Ronald en aquella comuna de Maipú donde yo le hacía clases de artes plásticas en la medialuna yodada de los setenta. Y él no estaba ni ahí con el arte, güeviando toda la hora, derramando la tempera, manchando con rabia la hoja de block, molestando a los más ordenados. Mientras yo trataba de enseñar el arte prehistórico, mostrando diapositivas. Mientras yo le daba con el arte egipcio, mostrando láminas de pirámides y tumbas faraónicas. Y el Ronald, insoportablemente hiperkinético, aburrido con mi cháchara educativa, lateado, estirando las piernas de adolescente crecido de pronto. Porque era el más alto, el pailón molestoso que no cabía en esos pequeños bancos escolares. El payaso del curso, que me hacía la clase un suplicio, rayándose la cara, riéndose de mi discurso sobre la historia del arte. Hasta que llegué al arte romano, al arte militar del imperio. Entonces, por primera vez, lo vi atento, mirando con asco las esculturas de esos generales, los bustos de esos emperadores, y los bloques de ejércitos tiranos. Por primera vez se quedó inmóvil escuchando, y yo aproveché esa instancia de atención para meter el discurso político, riesgoso en esos años cuando era pecado hablar de contingencia en la educación. Y el Ronald tan atento, participando, ayudándome en esa compartida subversión a través de la ingenua asignatura de las artes plásticas. Y luego, al terminar la clase, cuando todo el curso salió en tropel a recreo, al levantar la vista del libro de asistencia, el único que permanecía sentado en la sala era Ronald en silencio. ¿Y usted qué hace aquí? ¿Que no escuchó la campana del recreo? Y él sin decirme nada, me miró con esos enormes ojos castaños, estirándome la mitad de su manzana escolar, como un corazón partido que sellaba nuestra secreta complicidad.

Desde aquel día, ese bello despeinado, no se perdía palabra de mi oratoria antimilitar. Oiga profe, me decía para callado, hay que hacer algo pa que se acabe la dictadura. Algo estamos haciendo Rony, no se acelere. Mientras tanto, usted tiene que estudiar, dar el ejemplo, y no andar quebrando los vidrios de la inspectoría, ni menos hacerle muecas a la directora. ¿Me entiende? Y allí, en medio del patio pajareado de niños, lo dejaba pensando, rascándose la cabeza rubia que brillaba como una flama limona esas lejanas mañanas de cristal, a fines del setenta.

Poco tiempo me duró esa estrategia de concientizar por medio de la historia del arte. Por ahí algo se supo, alguien escuchó, y sin mediar explicación tuve que abandonar las clases en esa comuna. Nunca más vi a Ronald Wood, jamás supe que pasó con él en los crispados años que vinieron. Nunca me enteré si también lo habían expulsado de ese colegio, al igual que a mí.

Solamente el 20 de Mayo de 1986, me llegó la noticia de su asesinato en medio de una manifestación estudiantil en el Puente Loreto. Ese día, recién me enteré por la prensa que Ronald estudiaba para auditor en el Instituto Profesional de Santiago, que tenía apenas 19 años esa tarde cuando una maldita bala milica había apagado la hoguera fresca de su apasionada juventud. Ahí también supe que había agonizado tres días con su bella cabeza hecha pedazos por el plomo dictatorial.

Aun así, por muchos años creí reconocer su risa en las bandadas de estudiantes que alborotaban el parque, las plazas, el río y la tarde primaveral. Creo que hasta hoy no me convenzo de su fatal desaparición, y lo sigo viendo florecido en el ayer de su espinilluda pubertad. Tal vez nunca logre borrar la sombra de culpa que me nubla el recuerdo de sus grandes ojos pardos, aquellos lejanos días de escuela pública cuando me regaló en su mano generosa, la manzana partida de su rojo corazón.

viernes, abril 14, 2006

Corpus Christi (o "la noche de los alacranes")

Tal vez, como espectáculo noticioso en la pasada dictadura, el suceso Corpus Christi, también llamado Operación Albania por la C.N.I, fue uno de los más repugnantes hechos que conmocionaron al país con su doble standard noticioso. Por una parte el periodismo cómplice de El Mercurio y Canal Trece, donde aparecía el reportero estrella junto a los cadáveres aún tibios, dando a entender que ese era el saldo de enfrentamientos entre la subversión armada y los aparatos de seguridad que protegían al país del extremismo. Por otro lado, el relato clandestino, en el chorreo achocolatado de la masacre, la parapléjica contorsión de los doce cuerpos, sorprendidos a mansalva, quemados de improviso por el crepitar de las ráfagas ardiendo la piel, en la toma por asalto del batallón que entró en las casas como una llamarada tumbando la puerta, quebrando las ventanas, en tropel de perros rabiosos, en jauría de hienas babeantes, en manada de coyotes ciegos por la orden de matar, descuartizar a balazos cualquier sombra, cualquier figura de hombre, niño o mujer herida, buscando a tientas la puerta trasera. Allí, cegada por el alfilerazo de pólvora en la sien, la niña aprendiz de guerrillera, parecía danzar clavada una y otra vez por el ardor caliente de la metraca. Más allá, el joven idealista, no alcanzó a beber de la taza en su mano, y cayó sobre la mesa hemorragiado de sangre y café que almidonaron su camisa blanca. Aún más blanca, en el ramalazo de crisantemos lacres que brotaron de su pecho.

Hiel y sangre condimentaron la sopa amarga de aquella noche. El gusto opaco del horror avinagró la cena en las casas de los doce acribillados. La madre de la colegiala llorando no creyó, el hermano del poblador dijo que había salido temprano sin decir nada, el padre del universitario no quiso hacer declaraciones, los vecinos comentaban en voz baja la horrible calamidad. Y todos los que entonces nadábamos a contracorriente en la lucha, sentimos nuevamente la rabia y luego la estocada del miedo, un miedo sin fondo, un miedo estomacal de presentir la sombra de los bototos bajo la puerta. Si eran capaces de aquello. Si habían planificado fríamente esa noche de lobos y cuchillos. Si cercaron los lugares, alertando a los vecinos que no se asomaran. Si a algunos los raptaron antes y después los hicieron aparecer fríos y desguañangados. Y a otros los esperaron tan excitados detrás de los postes aguardando. Acaso se repartieron las víctimas al verlas llegar, y a la orden de asalto no dudaron en bañarse sin piedad en esa borrachera espeluznante.

Y luego, después de rematar a los sobrevivientes con un tiro de gracia, se relajaron en ese silencio alfombrado de cadáveres, echándose a reír, palmoteándose las espaldas, felicitándose mutuamente por el éxito de la operación.

Quizás, después de aquello, el centenar de hombres chilenos, miembros de las Fuerzas Armadas y la C.N.I., un poco cansados volvieron a sus hogares, saludaron a su mujer y besaron a sus niños, y se sentaron a comer viendo las noticias. Si pudieron comer relajadamente y fueron capaces de eructar mirando la fila de bultos crispados desfilando en la pantalla. Si esa noche durmieron profundamente y sin pastillas, e incluso fornicaron con su mujer y en el minuto de acabar volvieron a matar eyaculando helado sobre los cuerpos yertos. Si esa noche de alacranes alguno de ellos engendró un hijo que en la actualidad ronda los once años. Si el chico va de la mano de ese ex C.N.I. cerca de la calle Pedro Donoso, Varas Mena o Villa Frei, y no sabe por qué su padre evita pasar por esas esquinas. Si hoy, nuevamente abierto el caso Operación Albania, alguno de ellos fue llamado a declarar, y antes de salir siente temor de mirar los ojos ciervos de ese niño preguntando. Si tiene temor, si por fin siente miedo. Que sea eso el comienzo del juicio en la inocencia interrogante como castigo interminable.


En memoria de Ignacio Valenzuela P, Patricio Acosta C, Julio Guerra O.,
Iván Henríquez G., Patricia Quiroz N., José Valenzuela L, Ricardo Rivera
S., Elizabeth Escobar M., Manuel Valencia C, Ester Cabrera H., Ricardo Silva S., Wilson Henríquez G.
Santiago, 15-16 de Junio 1987

miércoles, abril 12, 2006

Karin Eitel (o "la cosmética de la tortura, por Canal 7 y para todo espectador")

El rostro de una mujer en una fotografía tiene a veces una atmósfera vaporosa que poetiza el hallazgo de su presencia retenida e inmóvil en el papel. En cambio, el rostro de una mujer filmado por la televisión supone un movimiento neurótico, una temblorosa imagen inquieta por el pestañeo epiléptico que retoca continuamente la cosmética de su aparición en pantalla. Y tal vez, esa sensación de estar frente a un rostro electrificado, pudiera ser el argumento para recordar a Karin Eitel, para ver de nuevo, con el mismo escalofrío, su cara tiritando en la pantalla de Canal 7, en el noticiario familiar para todo espectador. Su rostro joven, erizado en el vidrio luminoso del video. Su rostro elegido como escarmiento, absolutamente dopado por las drogas que le inyectó la C.N.I. para que leyera públicamente la carta de su arrepentimiento. Un mentiroso papel, escrito por ellos, donde Karin renegaba de su pasado en el Frente Patriótico Manuel Rodríguez. Confusamente ebria por los barbitúricos, ella iba desmintiendo las flagelaciones y atropellos en las cárceles secretas de la dictadura. Esos cuarteles del horror en las calles Londres o Borgoño. Esas casas de techos altos donde el eco de los gritos reemplazaba la visión tapiada por la venda. Casas antiguas en barrios tradicionales, repartidas por un Santiago destemplado por el ladrido-metraca de la noche susto, la noche golpe, la noche crimen, la noche metálica de arar el miedo en esas calles espinudas de los ochenta.

La aparición de la Karin en Canal Nacional, aquella tarde, tenía la intención de negar las denuncias sobre la violación a los derechos humanos en el Chile dictatorial, por eso se montó la escena patética de su confesión televisada. Por eso Karin iba leyendo, y en su voz narcotizada, contaba una película falsa que todo el país conocía de memoria. En su tono tranquilo, impuesto por los matones que estaban detrás de las cámaras, se traslucía la golpiza, el puño ciego, el lanzazo en la ingle, la caída y el rasmillón de la cara tapado con polvos Angel Face. En esa voz ajena al personaje televisado, subía un coro de nuncas y jamases picaneados por las agujas de la corriente, el aguijón eléctrico crispándole los ojos, dejándoselos tan abiertos como una muñeca tiesa hilvanada de jeringas. Como una muñeca sin voluntad, obligada a permanecer con los ojos fijos, maquillados de puta. (Como con rabia le tiraron el azul y negro en los párpados). Sus ojos recién abiertos al afuera, después de tantos días presa en la sombra, después de esa larga noche con los ojos descerrajados, abiertos para adivinar el golpe a mansalva. Los ojos tremendamente desorbitados a esa nada, a esa franela, a ese trapo de la venda como cortinaje de luto también abierto a la selva negra de la vejación. Y después de tanta oscuridad y búsqueda y denuncia, los ojos de la Karin sin expresión, abiertos de par en par para la televisión chilena, para la familia chilena tomando el té a esa hora del noticiario.

Quizás, son pocos los que tienen en la memoria esta imagen de la crueldad de alto rating en el pasado reciente. Somos escasos los que desde ese día aprendimos a ver la televisión chilena con los ojos cerrados, como si escucháramos incansables la declaración de Karin arrepintiéndose a latigazos de su roja militancia, de su copihua y estropeada militancia que temblaba coagulada en el rouge de su boca, en el garabato de payaso que le pusieron por boca, en la costra de corazón dibujada en sus labios por el maquillaje del miedo. Su boca torcida por el nunca, pero ese nunca, anestesiado, agotado por las veces que debió repetirlo antes de filmar, ese nunca obligado por el culatazo bajo la manga y fuera de cámara, ese nunca desfalleciente por el vahído sin fondo de los voltios, ese nunca apoyado por el vaso de agua que le dieron para que permaneciera en pie, ese nunca mordido hasta salar la lengua con el gusto opaco de la sangre, ese nunca repartido al país en la imagen compuesta, pintarrajeada y vestida de niña buena para negar la rabia, para falsear de cosmética las ojeras violáceas y los hematomas ganados en el callejón oscuro de la inolvidable C.N.I.

Tal vez, recordar a Karin en el calendario televisado de los ochenta, permita visualizar ahora su vida rasmillada por estos sucesos, saber que fue la única estudiante de la Universidad Católica que no pudo reintegrarse a su carrera de traductora. Como si el castigo se repitiera eterno, en una película sin fin para las víctimas del escarnio tricolor. Es posible que las pocas noticias que tengo de Karin, más el video de Lotty Rosenfeld, la única artista que tomó el caso para denunciarlo en su trabajo, no me permitan la serena objetividad para narrar este suceso, es más, el reconciliado sopor de estos días, altera mi pluma y sigo viendo a Karin temblando en el agua de la pantalla, sumergida cada vez más abajo de la historia, cada vez más nublada por el olvido, moviendo lentamente su boca en el nunca arrepentido calvario de su guerrillera flor.

martes, abril 11, 2006

Carmen Gloria Quintana (o "una página quemada en la feria del libro")

Como quien pasea la tarde por la Feria del Libro, me la encuentro hojeando poesía y mirando portadas, confrontando su cara tatuada a fuego, con las "boquitas de caramelo y los cutis de seda" de las niñas top que chispean las tapas de best sellers y revistas. Carmen Gloria Quintana, la cara en llamas de la dictadura, parece hoy una magnolia estropeada en los ojos que la reconocen bajo el mapa de injertos. Los ojos impertinentes que se dan vuelta a mirar su figura de joven mamá, paseando a su niño entre la gente.

Pero son muy pocos los que recuerdan el rostro impreso en las fotos de los diarios. Son contados los que descubren su cara, como si encontraran un pétalo chamuscado entre las hojas de un libro. Son escasos los que pueden leer en esa faz agredida una página de la novela de Chile. Porque la historia de Carmen Gloria nada tiene que ver con la literatura light que llena los escaparates. Y si alguien escribiera su historia, difícilmente podría escapar al testimonio sentimental que remarca sus rasgos en el boceto incinerado de la escritura. Quizás, decir algo de ella pasa inevitablemente por narrar su historia, que pudo ser común a la de muchas jóvenes que vivieron los densos humos de las protestas en las poblaciones, por allá en los ochenta. De no ser por esa noche, cuando Chile era un eco total de caceroleos y gritos. Y había que cortar esa calle con una barricada. Y estaban Rodrigo Rojas de Negri y ella con el bidón de bencina, en esa esquina del terror cuando llegó la patrulla. Cuando los tiraron al suelo violentamente, riéndose, mojándolos con el inflamable, amenazando con prenderles fuego. Y al rociarlos todavía no creían. Y al prender el fósforo aún dudaban que la crueldad fascista los convertiría en mecheros bonzo para el escarmiento opositor. Y luego el chispazo. Y ahí mismo la ropa ardiendo, la piel ardiendo, desollada como brasa. Y todo el horror del mundo crepitando en sus cuerpos jóvenes, en sus hermosos cuerpos carbonizados, iluminados como antor chas en el apagón de la noche de protesta. Sus cuerpos, marionetas en llamas brincando al compás de las carcajadas. Sus cuerpos al rojo vivo, metaforizados al límite como estrellas de una izquierda flagrante. Y más allá del dolor, más allá del infierno, la inconciencia. Más allá de esa danza macabra un vacío de tumba, una zanja donde fueron abandonados creyéndolos muertos. Porque solamente muertos podían argumentar su accidente, un derrame de bencina que prendió sus ropas. Y vino el amanecer, sólo para Carmen Gloria, porque Rodrigo, el bello Rodrigo, quizás más débil, tal vez más niño, no pudo saltar la hoguera y siguió ardiendo más abajo de la tierra.

Después vinieron sus funerales envuelto en la mortaja cardenal de las banderas, y luego el juicio y los culpables. Y más pronto el perdón judicial y el olvido que dejó libres esas risas pirómanas, quizás confundidas hoy con el bullicio de la Feria del Libro. Por eso Carmen Gloria va entre la gente sin dejar entrar la piedad al sentirse observada. Algo en ella le abre paso cabeza en alto, erguida, como si fuera una bofetada al presente. Así mismo, cara a cara de Juan Pablo II, mantuvo ese gesto diciéndole al Papa esto me hicieron los militares. Pero el pontífice se hizo el gringo y pasó de largo frente al sudario chileno, tirando puñados de bendiciones a diestra y siniestra.

Ahora Carmen Gloria estudia sicología, se casó y tuvo un hijo. Al parecer su vida siguió un cauce similar al de muchas jóvenes de ese tiempo. A no ser por su maquillaje perpetuo que lo lleva con cierto orgullo. Como si quien ostenta el rostro así fuera una factura del costo 'democrático. Y esa página de historia no tiene precio para el mercado librero, que vende un rostro de loza, sin pasado, para el consumo neoliberal.

Así, mucho después que Carmen Gloria ha sido tragada por la multitud, sigo viendo su cara como quien ve una estrella que se ha extinguido, y sólo el recuerdo la hace titilar en mi corazón homosexual que se me escapa del pecho, y lo dejo ir, como una luciérnaga enamorada tras el brillo de sus pasos.

lunes, abril 10, 2006

"Los cinco minutos te hacen florecer"

La mañana del doce de septiembre alumbraba degolladamente parda, en ese Santiago despertando de un mal sueño, una pesadilla sonámbula por el ladrido de la balacera de la noche anterior. Por la Panamericana los camiones blindados pasaban hacia el centro disparando, disolviendo los grupos de vecinos que comentaban en las esquinas la novedad del golpe. El aire primaveral espesaba en coágulos de zinc sobre el techo de los bloques, sobre los niños jugando a los bandidos, disparándole con sus manitos a los helicópteros que remecían el cielo alborotado de palomas. En las escaleras y pasillos, el revuelo de viejas, que entonces no eran tan viejas, más bien mujeres jóvenes, de media edad, tendiendo ropas en las barandas, frescas aún en las cretonas floreadas de sus faldas crespas. Mujeres pobladoras, dueñas de casa que no entendían aún lo que estaba pasando, pero se veían tensas en sus ademanes copuchentos de apuntar con la boca y clavar los ojos en la aglomeración de vecinos que se veía a la distancia, que no era tanta distancia, apenas media cuadra de población que lindaba en el baldío de la Panamericana Sur y Departamental. Allí, justo donde hoy se levanta una bomba de bencina y una joven Villa para empleados públicos, entonces hediondeaba a perro podrido la mañana del basural llamado El Hoyo, una cantera profunda donde sacaban ripio y arena, el botadero en que los camiones municipales descargaban la podredumbre de la ciudad. En esa pequeña cordillera de mugres, los niños de los bloques jugábamos al ski en los cerros de basura, nos deslizábamos en una palangana por las laderas peligrosas de fonolas humeantes. Allí en los acantilados de escoria urbana, buscábamos pequeños tesoros, peinetas de esmeraldas sin dientes, papeles dorados de Ambrosoli, el pedazo de Revista Ritmo bajo un espinazo de quiltro, una botella de magnesia azul churreteada de caca viva, un pedazo de disco 45, semienterrado, espejeando la muda música del basural que hervía de moscas, gusanos y guarenes esa mañana de septiembre en 1973.

Desde el tercer piso de los bloques, se podían ver los tres cadáveres en el rastrojo de los desperdicios, se veían todavía encarrujados por el último estertor, aún tibios en la carne azulosa, perlada de garúa con la gasa húmeda del amanecer. Eran tres hombres salpicados de yodo, lo que vi esa mañana desde mi infancia, asomado entre las piernas de la gente, mis vecinos comentando que tal vez eran delincuentes ajusticiados por el Estado de Sitio, como informaba la televisión. Decían esto apuntando a uno de los hombres un poco mayor que usaba bisoñé, y en el golpetazo de la balacera se le había corrido, y mostraba su cráneo abierto, como un manojo de rubíes coagulados por el sol.

Para mí, algo de esa sospecha no correspondía, no encajaba el adjetivo delictual en esos cuerpos de 45 a 60 años, de caballeros sencillos en su ropa triste, ultrajada por las bayonetas. Tal vez, abuelos, tíos, padres, mecánicos, electricistas, panaderos, jardineros, obreros sindicales, detenidos en la fábrica, y rematados allí en el basural frente a mi casa, lejos de sus familiares esperándolos con el credo en la boca, toda esa eterna noche en vigilia de siglos, para no verlos nunca más.

Han pasado veinticinco años desde aquella mañana, y aún el mismo escalofrío estremece la evocación de esas bocas torcidas, llenas de moscas, de esos pies sin zapatos, con los calcetines zurcidos, rotos, por donde asomaban sus dedos fríos, hinchados, tumefactos. La imagen vuelve a repetirse a través del tiempo, me acompaña desde entonces como «perro que no me deja ni se calla». A la larga se me ha hecho familiar recordar el tacto visual de la felpa helada de su mortaja basurera. Casi podría decir que desde aquel fétido eriazo de mi niñez, sus manos crispadas me saludan con el puño en alto, bajo la luna de negro nácar donde porfiadamente brota su amargo florecer.

domingo, abril 09, 2006

Claudia Victoria Poblete Hlaczik (o "un pequeño botín de guerra")

Al caer en mis manos el libro Mujeres Chilenas Detenidas Desaparecidas, publicado en Santiago el 8 de marzo de 1986, el Día Internacional de la Mujer; después de recorrer con impotencia las caras nubladas de 56 obreras, profesoras, estudiantes, modistas, dueñas de casa, sociólogas, secretarias o empleadas domésticas que abanican con sus rostros el triste hojeo de estas páginas; me detengo sin querer en el último caso que documenta esta bitácora. El retrato párvulo de Claudia Victoria, la niña más joven que cierra aquella ronda de la muerte.

Al mirar su foto y leer su edad de ocho meses al momento de la detención, pienso que es tan pequeña para llamarla Detenida Desaparecida. Creo que a esa edad nadie tiene un rostro fijo, nadie posee un rostro recordable, porque en esos primeros meses, la vida no ha cicatrizado los rasgos personales que definen la máscara civil. A esa edad, todas las guaguas se parecen, todas hacen pucheros y se ríen sin vergüenza frente a una cámara fotográfica. Ninguna sabe entonces que su carita de manzana, mostrando las encías despobladas, es la última visión que se tendrá de ellas, el único documento en blanco y negro donde aparece y desaparece la nena, tan diminuta, tan graciosa y chiquitita, como para cargar en su frágil cuerpo la banda fúnebre que encinta el álbum familiar de América Latina.

Desde dónde acaso se puede invocar una vida tan corta, la más desaparecida en su diminuto capullo rasgado a tirones la noche del 28 de Noviembre de 1978, en Buenos Aires. La ciudad donde vivía con su mamá argentina y su padre chileno, la pareja que intentaba anidarle un futuro feliz en esa capital callada por la dictadura porteña. Desde qué sueño infantil recuperarla, sobresaltada, bruscamente despierta por los bototos pateando la puerta. Los enormes zapatos que entraron en su mundo pitufo, pisando los juguetes que le tenían sus papis en aquella pascua. Los zapatos de tanque milico, los pesados zapatones de gigante malo quebrándole su cascabel, marchando sin piedad sobre el estruendo de mamaderas, platos rotos, osos, muñecas y libros de cuentos deshojados, revoloteando en el vendaval estremecido por el brutal allanamiento. Esa noche que vio por última vez su espacio cálido, desde donde la arrancaron sin permiso, en el infarto nocturno de oír los ecos de su madre apagándose por el túnel de algodón donde la desaparecieron.

Al detenerme en la foto de Claudia Victoria, la pienso doblemente desaparecida en la multitud de guaguas que tienen la misma mueca juguetona para el diaporama del recuerdo. Y tal vez, si está viva, quizás adoptada por alguna familia militar que no podía tener hijos, se hace más oscura su desaparición, ahora como hija de veinte años criada en el bando contrario que le giró bruscamente su vida. Se hace imposible recuperarla para decirle la verdad, contarle un viejo cuento que se inició en Santiago de Chile, en el barrio de La Cisterna, cuando José Poblete, lisiado de las dos piernas, emigró a la Argentina para rehabilitarse. Y allí conoció a Gertrudis Hlaczik con quien formó un hogar y tuvieron una niña que crecía cada día más linda, mientras él estudiaba sociología y se movía entre los pasajeros de los trenes en su silla de ruedas vendiendo cosas. Ambos participaban en un grupo de cristianos por la liberación. Ambos fueron detenidos con la beba y hasta el día de hoy no se conoce su paradero. Después las abuelas de la niña, dejaron los zapatos en la calle, buscando, preguntando por ellos en Campo de Marte, el Olimpo y Puente Doce. Y siempre les dijeron lo mismo: no se sabe. No aparecen. A joder a otro lado viejas. Por ahí algo supieron de los chicos a través de unos detenidos que los vieron en el Olimpo, aún con vida. Pero de la nena nadie tenía información, se había esfumado en el aire empañado de aquella noche de terror. Ni siquiera el cardenal Gracelli, el sucio monseñor alcahuete de las botas argentinas, supo dar razón en el desaparecimiento de Claudia Victoria, y despidió a las abuelas con una hipócrita bendición en su elegante despacho de la Nunciatura. Por eso la abuela chilena de la niña, se integró a las Abuelas de Plaza de Mayo; solamente ella, porque la abuela argentina sucumbió en la inútil espera. Se suicidó en Buenos Aires, justo a los tres años de ocurrido el hecho.

Y de Claudia Victoria, la diminuta criatura impresa en la foto, nunca más se supo, y su amplia sonrisa dibujada en el papel, es la misma cicatriz que une a los dos países. La misma costra cordillera que hermana en la ausencia y el dolor.

sábado, abril 08, 2006

Del Carmen Bella Flor (o "el radiante fulgor de la santidad")

Año a año, el rito carreteado de las procesiones congrega la misma turba de fieles que, desde temprano, espera el paso glamoroso de la Virgen del Carmen. La Patrona de Chile, la bella aparición que corona el largo desfile de colegios, bandas de scout, seminaristas de ojos lacios por el celibato, bomberos en traje de gala, monjas sufrientes y toda la alegoría religiosa que cruza el centro de Santiago en el ondear de los pañuelos.

Al compás de pitos y redobles de tambores, aleluyas y marimbas de orfeón; la arqueología aristócrata desfila cargando rosarios, estandartes, pendones dorados y heráldicas de alcurnia. Señores grises del Opus Dei y damas enjutas, torcidas por el servicio social y la caridad conservadora. Las mismas señoras de verde, amarillo y rosado; todas teñidas de rubio ceniza, todas de collar de perlas cultivadas, todas respingonas oliendo a polvos Angel Face. Casi todas con su empleada mapuche caminando dos pasos más atrás, arrastrándola a la fuerza para evangelizarle las mechas tiesas. A ver si la india cabizbaja, se conmueve con el radiante fulgor de la santidad. A ver si la convence la virgen en persona. La reina del ejército, que le salvó la vida al general Pinochet en el atentado extremista. La inmaculada que se apareció a los soldados patriotas en plena batalla, por allá en la Independencia. Tan divina de café y amarillo cuando no había tele a color. La madre del Carmelo, la más elegante, la más regia y española de ojos celestes que mira sobre el hombro a toda esa patota de vírgenes ordinarias; vírgenes de población, vírgenes de gruta, vírgenes de animita, cholas de ollín y desteñidas por la intemperie. Vírgenes huasas de Andacollo, Pelequén, Las Rosas, Las Vizcachas, Peña Blanca. Vírgenes que salen como callampas a pedir del populacho. Fíjate tú. Lo único que falta es una virgen de la marihuana para los volados. No te digo. Tanta virgen de medio pelo, aparecida de última hora. Como esa Tirana del norte, sin apellido, con pregando a tanto roto, a tanto punga, que con la excusa de la manda, se lo pasan tres días borrachos, comiendo a destajo, drogados y felices bailando esas danzas paganas a toda pampa, los herejes.

Así, para Chile, la madre de Cristo tiene variadas representaciones de todas las categorías; siendo la Señora del Carmen la patrona oficial que cuenta con un séquito de camareras. Algo así como un fans-club de señoras pitucas encargadas del ajuar sagrado. Ser camarera de la virgen casi asegura un bungalow celestial, sólo por mantener los terciopelos limpios, desempolvar los rizos de la peluca, ponerle naftalina a los pañales del niño, y una vez al año, desfilar con el escapulario en el pecho, que las distinguen como siervas de la imagen que se tambalea en los andamios floridos.

Escoltada por cadetes de la Escuela Militar, la imagen religiosa recorre la ciudad bajo una nevada de pétalos. Antes que ella, ya han pasado otros altares móviles, como el Angel de Chile que arranca aplausos ataviado con el pabellón nacional, la coraza guerrera y su minifalda recatada. Reflejado en los cristales del Citibank, el arcángel se convierte en el Titán Neoliberal que salvó la economía de la herejía marxista. Se parece a Ultramán, repiten los niños encandilados por sus ojos de vidrio, que miran turnios alguna mosca en el altísimo. Más atrás, meneándose tiesa, la Sagrada Familia reparte la postal doméstica, el tríptico conservador que panfletea la derecha en democracia. A su paso de yeso colorido, la familia chilena se reconcilia con la prédica de los altoparlantes, los Ave Marías y todo el jolgorio de la fe, que rumbea con los acólitos al vaivén fragante de los incensarios. Las estatuas milagrosas opacan a los maniquíes de las vitrinas, la piedad contrasta con la policía conteniendo a la multitud, y los saludos de los cardenales miden popularidad en los aplausos del rating callejero. También el alcalde, en tenida sport, reparte cruces a los comerciantes ambulantes que mandó desalojar de ciudad gótica; sólo faltan Gatúbela y El Guasón.

Al final, grita la gente, viene la Virgen del Carmen envuelta en un fogonazo de flores amarillas. Tan linda ella, como un cisne blanco. Tan super star, como una miss extranjera que visita Chile, que no pisa el suelo porque sólo viene de paso.

viernes, abril 07, 2006

Geraldine Chaplin (o "¿sabes linda si Zhivago atiende sida?")

Acaso, porque la historia escrita fue reemplazada por el cine, y para muchos la revolución rusa se hizo imagen retocada, tergiversada y glamorosa en la película Doctor Zhivago, el personaje de la novela de Pasternak que interpretó el guapo Ornar Sharif, el actor egipcio que le puso erótica al medicucho de Moscú. El doctorcito Zhivago, relativamente comprometido, tibiamente bolche y martirizadamente burgués, enfrentado a dos mundos, entre dos amores opuestos; la calentona Lara, su amante, que protagonizó Julie Christie, y la fiel esposa Tonya, que hizo Geraldine Chaplin, la hija del bufo. Tal vez, el personaje más frágil de aquel tormentoso triángulo en la Rusia de Lenin.

De los tres, sólo conocí a Geraldine cuando vino acompañando a su marido chileno a presentar un libro en la Editorial Lom, el año 94. Digo que la conocí, porque en ese mar de fotógrafos y señoras que deseaban tocar un pedacito de Hollywood, la Geraldine se veía tranquila, sonriente, ocupada en complacer amablemente todas las solicitudes de las mujeres que le tomaban sus huesudas manos. Tal vez fue este detalle, lo que me hizo preguntarle: Geraldine. ¿Sabes si el Doctor Zhivago atiende sida? Entonces ella hizo un paréntesis en los autógrafos, y me clavó sus ojos inteligentes y vivos en las sombrías cuencas. Se quedó un momento pensando y, con sonrisa de doble filo, me contestó: tendrías que preguntarle a él. Así, la Chaplin, por un instante, revivió a la hermosa Tonya del film, arrebolada de plumas blancas en la noche glacial de Moscú. Quiero decir, simuladamente ruborizada, porque me confesó que nunca pasó frío en la filmación de Zhivago. Todo era mentira, puro montaje, como la nieve sintética que caía en ese pueblo español donde rodaron la película con cuarenta grados a la sombra.

Algo de Tonya, Geraldine lleva para siempre. Y quizás, esa levedad de aristócrata compungida por la revuelta histórica, fue el chispa zo que encadenó a Patricio Castilla, cineasta chileno, al regazo de la Chaplin. Ocurrió durante la filmación de La viuda de Montiel, que hacía Miguel Littin en España. Entonces la estrella estaba casada con Carlos Saura, el director español que le ponía los cuernos al igual que Zhivago. Tal vez por eso, después de horas de trabajo, cuando el equipo de filmación y los actores se fueron a comer a una picada cercana, y entre el arroz a la Valenciana y el vino tinto que salpicaba las mesas, corrían los pedidos de calamares y castañuelas al pil pil, y más vino y más exquisiteces que subieron la cuenta a una suma imposible de pagar con el dinero que todos llevaban encima. Ahí un chileno patudo propuso rematar algo de la Geraldine, entre los numerosos turistas que miraban a la estrella. ¿Pero qué?, dijo ella, si no ando con nada de valor. Todo lo suyo es de oro mijita, de la cabeza a los zapatos, le contestó el chileno. Y así, entre los aplausos, la Geraldine se sacó los zapatos y se remataron a un gringo que se fue embriagado con el olor a pata de la diva. Hasta ahí todo estaba bien, se pagó la cuenta y se pidió más vino para brindar por la generosidad de la actriz, que medio cufifa, entonaba las canciones del Chile herido que cantaban los compatriotas. Al momento de irse, se presentó el problema de trasladar a la Geraldine al hotel sin que se estropearan sus delicados pies. Y ahí saltó el Pato Castilla, ofreciéndole cargarla en sus brazos como una paloma ebria que se dejó llevar a sus aposentos. Nunca más volvieron a separarse, además porque tenían causas comunes, proyectos de mundo que utópicamente hilvanaban izquierdas pujando un extraviado y lacre amanecer. Tal vez, lo único que ella compartió con su padre, el Gran Charles Chaplin, con quien siempre tuvo una difícil relación.

En fin, de la película Doctor Zhivago me quedó la tristeza de Tonya, su mal querido amor por Yuri, la oscura melancolía de sus ojos que nos dejó Geraldine al terminar la presentación del libro en la editorial Lom ese invierno del 94, cuando se fue, con su abrigo negro, nevado de pelusas, como extraído de la ropa americana, confundida entre las mujeres sencillas que se la llevaron, entumida de frío, como una pluma de nieve bajo la tupida lluvia de Santiago.