jueves, diciembre 22, 2005

Las noches escotadas de Tía Carlina

Como si fuera un trapo prostibular, un pecado del ayer que se repone para calentar los pies de la modernidad y su moralina cartucha, un empresario rescató el mito dorado de la tía Carlina, montando un espectáculo cómico y un video desabrido como caricatura comercial del puterío latino. Pero este teatro de la cabrona pintarrajeada nada tiene que ver con la difunta mami, la señora Carlina Morales y sus niños, como ella les decía cariñosamente a los travestis, chicoteándoles los escotes con la huasca que sujetaba en su pulsera. Porque no había nadie tan recta como la señora, nadie tan preocupada como ella de la apariencia de los niños; revisando sus trucos, sus amarres de testículos, sus rellenos de busto, cuando no existía la silicona, sus moños de nido y esos largos vestidos de lame, arremangados en el rock de Bill Haley, porque a ella no le gustaba la minifalda. Era muy recatada en esas cosas, porque el salón siempre estaba lleno de gente fina, intelectuales y turistas. Y más de algún diputado había pagado caro por ver, un cuadro plástico, un porno real en la pieza vip, el reservado secreto donde la india Paty ensartaba locas a vista y paciencia de los políticos que empinaban el vaso de cubalibre para resistir el impacto.

Entonces, el entonces tenía otro sabor para los viejos políticos que hoy recuerdan esas chimbas. Como si en la añoranza se permitieran el desate que actualmente censuran. Entonces, el parlamento de calle Bandera era privilegiado en esas pistas. "Del puente a la Carlina" era un solo paso de mambo, un brindis extra con la chicha de la Piojera para seguir la farra donde la tía, que les reservaba un cómodo lugar para ver el famoso baile de la Susuki, la odalisca pehuenche, o el cascanueces de la Katty, que junto a sus compañeras de oficio formaron el Blue Ballet. Y casi se murió el club deportivo de la Universidad de Chile por el alcance de nombre. El Ballet Azul, tan popular como la revolución de Fidel. La danza coliza burlesca y festiva, haciéndole coro a los cambios sociales en el tablado del espectáculo nacional. Si parecen mujeres, decía la señora de un senador poniéndose lentes para encontrar alguna presa, algún indicio de próstata en los apretados muslos. Pero quizás ese "parecer hembras" no dejaba contento al clan marucho que después de los aplausos debía regresar al cuerpo afeitado. Por eso, chaucha a chaucha y escudo con escudo, juntaron las ganancias y volaron a París en busca de una cigüeña quirúrgica que les pariera el milagro.

En Chile, la llegada de las botas apagó la brasa roja de calle Vivaceta, y doña Carlina Morales se retiró a sus cuarteles de invierno. Decían que la doña ya no tenia santos en la corte, y con los milicos no se podía tratar echando abajo la puerta, agarrando a culatazos a los niños, buscando por toda la casa a un diputado comunista, que decían, le habían dado asilo en el burdel. Eran intratables, botando los vasos, quebrando los espejos, llevándose a los niños vestidos de mujer, con ese frío, a pata pelá y sin peluca trotando en la noche negra del toque de queda.

Al llegar la democracia, confundidas con el exilio frufrú que llegó de París, volvieron algunos vestigios del Blue Ballet luciendo su operada metamorfosis. Regresaron a lo Madam Pompadour, y con los dólares ganados en Europa se instalaron en un fino local de nombre francés donde cantan "Je ne regrette rien", sin querer recordar el ayer. Como si la operación que les cortó el pirulín también les hubiera cercenado el pasado. Ahora sólo hablan de sus éxitos en la discotheque La Oz, donde el cuiquerío light aplaude el acento inoperable de su ronca voz. Todo Chile pudo verlas en el Festival de Viña como una hoguera emplumada en la coreografia del grupo musical La Ley, pero casi nadie se dio cuenta. Solamente sus viejas colegas de Vivaceta, las travestis que todavía patinan la calle con la silicona a medio sujetar, las reconocieron levantando una ceja de envidia.

En fin, "no todas iban a ser reinas", y la modernidad neoliberal eligió las perlas más cursis del collar de la Carlina como adornos de su encorsetado destape. Y esos años dorados, son un borroso recuerdo donde la política, la cultura y el placer, zangoloteaban las cálidas noches de Vivaceta 127, donde aún existe la casa vacía, donde aún se escucha el chicote de la tía y los ecos nacarados de aquellos niños que trataban de tú.

Lucho Gatica (el terciopelo ajado del bolero)

Alguna vez le gritaron "canta como hombre", y Lucho tuvo que tomarse un Aliviol para pasar el mal rato. Y aunque trataba de enronquecer la felpa de su garganta, el "Quizás seria mejor que no volvieras" igual le salía amaríconado, aunque intentaba ensuciar el raso opaco de su laringe, el "Quizás sería mejor que me olvidaras" provocaba molestias entre los machos tangómanos, que por esos años, imponían el acento marcial del ritmo porteño. Y era que el Lucho o Pitico, como le decían, era demasiado romántico y su corazón se había inclinado por el bolero, que contrastaba con el tan tan de la virilidad argentina.

Decían que el Pitico era medio raro, con ese terciopelo de voz que arrebataba el alma a las mujeres peinadas a lo Rita Hayworth, las niñas que no dejaban de suspirar cuando él les susurraba: "Sólo una vez platicamos tú y yo y enamorados quedamos."

Era un bálsamo terso para suavizar las desgracias y el hambre de sus admiradoras populares, que encontraban en la concha acústica de su canto una razón para vivir. Por eso compraban los discos y las revistas Ecran y Mi Vida donde aparecían noticias suyas. Juntaban tapitas de Papaya Brodways o envolturas de cigarrillos Ideal para canjear su foto. Pero en realidad, Lucho nunca fue imagen, porque era un chileno de pelo liso con cara escolar de escuela pública. Solamente su voz lo reconstruía para las mujeres y colizas que lo soñaban a media luz, en la penumbra de sus piezas de cité, en ese Santiago provinciano que dormía siesta con la radio prendida.

Lucho habla llegado de Rancagua, y arrastraba la provincia en la demanda asmática de su acento. Como si en la "Enorme distancia" alargara las vocales en un aliento de carretera que no llegaba nunca a la capital. Pero llegó un día a esa urbe de los cincuenta. Un Santiago cruzado por el carro 36, que corría sobre esos rieles que aún quedan en el asfalto, como partituras oxidadas de la ciudad. Trazos metálicos que fugan un pasado Bilz, acostumbrado a tomar té en los bajos del café Waldorf. Ahí la batería, el piano, y el Lucho aflautado en su terno con humita, dándole a ese "Cómo me falta tu querer". Mientras el dúo Sonia y Miriam esperaban nerviosas en el camarín que la gente se aburriera de su asfixia melódica, para salir a cantar ellas. Pero los aplausos seguían y el maestro Roberto Inglés renovaba los compases del bolero y al final toda la gente se iba con el "Sabor a mí" en la garganta.

Ya en los cincuenta arrasaba en los shows de radio que precedieron a los recitales televisivos. El locutor, Ricardo García, calmaba a las fans, que se arremolinaban en el auditorio esperando la aparición de Lucho. Y entre el revoltijo de plisados y trajes sastre, más de alguna loca, parada al fondo de la platea de Radio Minería, se hacía la lesa apoyándose en algo duro que la mecía bolereada, "Como si fuera esta noche la última vez". Y en verdad ésa era una última vez, porque Lucho se fue susurrando esas frases cargadas de pasión. Se marchó de Chile a México para no regresar. Allá se radicó y contrajo matrimonio con Mapita Cortez, una belleza de ojos tapatíos que le dio varios hijos. Así pudo contentar a muchos que en Chile aún dudaban de su sedosa masculinidad.

Decían que el Pitico estaba feliz en el país azteca, que tanto sabe de "esas cosas del corazón". Y fue México quien le abrió las puertas al mercado internacional. Se hizo tan famoso, que hasta la mirada turquesa de Ava Gardner pidió silencio al público, porque quería escuchar al señor Gatica, en un lujoso club de Acapulco, donde las stars de Hollywood iban a dorar sus esplendores.

Por años representó a Chile con su plática silabeante. Era un embajador que hizo creer a todo el mundo que los chilenos hablamos así. Y no estaban muy equivocados al pensar que acá se hablaba en esa media voz, en ese tonito apequenado por 1a timidez, que algunos le atribuyen al bastión cordillerano.

Así, Lucho se fue por el mundo, y por mucho tiempo lo único que sabíamos de él eran sus triunfos como cantante nacional que habla logrado atravesar la frontera, llevando nuestra frágil conversa por los escenarios internacionales.

Después llegó la avalancha de motos y casacas de cuero del sesenta, y las fans de Lucho engordaron, se hicieron tías, mamás y abuelas de las nuevas generaciones rockeras que odiaron los ecos del "Sabor a mí". Los discos se fueron quebrando, y Pitico desapareció tragado por los sones vibrantes de la tecnología electrónica. Su melódica queja sucumbió con el alto voltaje, que por contraste, apago susurro de Lucho. Al parecer, el canto se estranguló a si mismo, y mientras más intentaba sacar el sonido, las cuerdas vocales se negaban a vibrar con el pétalo dulce que carraspeaba "Tanto tiempo disfrutamos nuestro amor", y sólo le salía un ahogado ronquido que se apagó definitivamente junto a la nostalgia.

Alguna vez que volvió a Chile, fue un desastre, la decepción de la memoria. Invitado al Festival de la Canción de Viña, Lucho ya había perdido el guante de su voz. Y fue desesperante verlo por televisión, como una Dama de las Camelias agónica, tratando de impostar la seda de sus notas musicales. La gente tuvo mucho respeto, y aplaudió más el recuerdo que la interpretación del "Bésame mucho". Y él se fue, llevándose una gaviota lastimera como homenaje bajo el brazo.

Cuando llegaron a Chile las películas del director español Pedro Almodóvar, que sacudieron el ambiente con su filmografía homosexual, la voz de Lucho venía coloreando las violentas escenas sexuales de La ley del deseo. El bolero "Lo dudo" ponía punto final al feroz coito efectuado por un director de cine y un chico que lo amaba, y "Le hizo comprender todo el bien y todo el mal".

También en la película Entre tinieblas, donde la madre superiora de un convento se enamora de una prostituta, la voz de Lucho es doblada por la monja que le canta muda a su amada: "Cariño como el nuestro es un castigo." Pero esto nada dice, es sólo un pretexto para recortar el perfume de su flauta en las imágenes de Almodóvar que lo traen de contrabando a Chile. Algo de este cine sucio emparenta el deseo suplicante de Lucho por hacerse oír, cuando el remake lo retorna amplificado en la banda de sonido. Un maquillaje para la cuerda floja de su voz, como alarido náufrago que rebota en el pasado, llamándolo: "Pero no tardes Lucho, por favor, que la vida es de minutos nada más, y la esperanza de los dos es la sinceridad..."

"Aquellos ojos verdes" (a ese corazón fugitivo de Chiapas)

Tal vez, porque supe de tu saludo al Frente Homosexual de Cataluña, donde una loca amiga recortó tu mirada de pasamontañas para pegarla en el telón blanco de su amor revolucionario. Quizás fue por eso, porque nunca tuvimos un Che Guevara propio, ni estrellas rojas en el amanecer nublado en Cuba. Y la montaña sandinista nos resultó demasiado empinada para el delicado aguante mariposa. Quizás, porque los héroes del marxismo macho "nunca nos tuvieron paciencia", y prefirieron bailar solos, ideológicamente solos, la ranchera baleada de su despedida.

Por eso, querido Marcos, en esta esquina de la modernidad, donde casi no quedan estatuas que apunten al cielo con su puño cerrado. En este vértice del siglo, donde se venden las causas minoritarias en un revoltijo de plumas, condones y sostenes feministas. Ahora que tu México indio y pobre llega a Chile con peluca rubia de cambalache. Como si fuera una piñata Nafta que trafica Televisa repartiendo imágenes de Acapulcos coloridos y mariachis tecno. La postal cuate, donde la vida se empaqueta en teleseries gritonas y festivales de bikinis. La Mexicomanía que consume el neoliberalismo chilensis hartándose de tacos y enchiladas. Los mismos siúticos que ayer odiaban el chulerío picante de tu marimba azteca. La nueva clase pirula que saca pasajes para tostarse en Cancún, buscando un México light sin problemas sociales ni revueltas del pasado. Menos esas guerrillas que ahuyentan la inversión extranjera, ni esos pequeños sueños de justicia que la modernidad etiqueta de nostalgia. Porque el tercer mundo se totaliza capital, y su luz metálica apenas eclipsa el fuego verde de tus ojos.

Entonces, subcomandante, empuñas la treinta treinta y se levanta contigo el indiaje zapatista. Así fuera ayer la rebelión tizna de pólvora la pantalla del noticiario, y la foresta de Chiapas es el nuevo pulso que despierta en un alboroto de pájaros. Sólo que no es ayer, y los pájaros son helicópteros que zumban fatídicos por tu cabeza. No es ayer, lo repiten los ultimátums oficiales. Porque los Villas y Zapatas yacen pegados a los murales que fotografían los turistas. Pero igual sigues desafiando corajudo al Nuevo Orden. Igual sigues inventándole personajes a tu perseguido anonimato. Por ahí declaras que fuiste travesti en Barcelona, traficante en Times Square y pirata aéreo en El Cairo. Que nunca nadie dio con tu verdadero rostro, porque la revolución no debe tener un rostro. Es un imaginario posible, un paisaje que se completa con el rostro amado, soñaba Gilles Deleuze.

Sólo conocemos vestigios de selva que enmarcan tu mirada, sólo eso dejas ver. Y ese color turquesa entre las pupilas azabaches, lo tildan de intruso agitador. Pero tú ríes diciendo que son lentes de contacto. Más bien tus ojos se burlan del ojo mayor, tratando de identificarte en su- rompecabezas de fichaje. Tus ojos se mofan de la vigilancia y su stock de narices, orejas y bocas que tratan de encajar en la calavera prófuga en la calavera camuflada que requiere un rostro para el castigo. Porque el poder necesita un rostro para clavetear tu foto-recompensa. El poder te viste de caras para proclamar tu ansiada captura.

Por eso el empadronamiento mexicano improvisa una máscara y la reparte al mundo por Televisa, tranquilizando a los socios del Nafta. Enfatizando que la rebelión está controlada y ese tal Marcos está plenamente identificado. Y tú, escondido quién sabe dónde, contestas que no eres tan feo, que se guarden ese Frankenstein para sus pesadillas.

Pareciera que el corazón de Chiapas pende de un hilo, acorralado por el blindaje. Mientras tanto, mi amiga loca de Barcelona retrasa su reloj, suspende la hora del noticiario, porque no quiere conocer tus ojos sin pasamontañas. No quiere ver la pendiente suave de tu mejilla, ni la lija de tu barba a medio crecer por los días y días acosado por los perros del ejército mexicano. Escondido, cansado, travestido de india o caminante que no duerme, que no puede pegar el sueño y sueña despierto. Y los bellos ojos irritados por el polvo aún chispean esmeraldas en los humos del emplumado amanecer.

NOTA: Marcos recibió este texto en Chiapas, y le gustó mucho. Pero solamente un detalle le causó gracia: él dijo que no tenía los ojos verdes.

Rock Hudson (o la exagerada pose del astro viril)

Algo había de teatro en esa tremenda hombría que desplegaba Rock Hudson en la pantalla. Demasiado cuadrado en sus gestos y besos de chupasangre que alardeaba en esas películas donde él era un bombonazo que derretía a las mujeres, sus admiradoras de los años sesenta que lo soñaban como el marido ideal, el hombre pulcro y educado, típico gringo de oficina católico y conservador. Siempre de terno y pelo corto, siempre afeitado y de camisa planchada, siempre enfatizando con su facha de Clark Kent al superhombre, el invulnerable Mister Mormón.

Pero el bello Rock Hudson personificó la gran mentira del galán hollywoodense que vendió la empresa del cine. Con su sonrisa de dientes blancos y sanos, enamoró a todas las jovencitas de aquella época, las muchachas que nacían al pie del altar creyéndose sus novias, creciendo apuradas para ser Doris Day, la esposa cinematográfica, la rubia y divertida pecosa, pareja del tapado Rock.

Algo nunca encajó en el acartonado papel que se inventó el astro para que no le supieran el secreto. El exceso de virilidad siempre es sospechoso cuando se traduce en un culto a sí mismo, en un idilio pajero con la imagen narcisa que devuelve el espejo. Y Rock era demasiado adorno con su pelito a la gomina y su figura de niño modelo flechando colegialas con su mirada matadora y mentirosa. Y entonces quién iba a pensar que al Superman del cine yanqui se le quemaba el arroz y también las ensaladas. Porque a la larga, se hace insoportable el peso del teatro masculino y los besos de la pantalla son huevos sin sal que el amado Rock tuvo que padecer en su larga y exitosa carrera de novio enamorado. Sobre todo, que en la mayoría de sus películas, las escenas de amor, romance, abrazos, atraques y besos, lo dejaban agotado, más bien queriendo huir de esa fama de semental potente.

El cine inventó estereotipos de machos recios y mujeres frágiles que nunca coincidieron con la diversidad compleja de esas muchedumbres que llenaban los cines. Un público sentimental, múltiple en su embeleso quinceañero de pintar el deseo en cada relámpago technicolor de la pantalla. Una ronda de ojos entornados, mayoritariamente de chiquillas jóvenes, las mismas que hoy son madres, tías o abuelas, las mismas que recibieron la noticia de la homosexualidad de Rock como una agridulce puñalada. Tal vez como primer síntoma de la decadencia de esos moldes perfectos que ellas amaron silenciosamente en aquellas lejanas tardes de matiné. Lo terrible no fue sólo enterarse de su doble vida, antes ya habían sufrido la decepción de Valentino y Errol Flynn, ahora en 1985 la noticia de la muerte de Rock Hudson venía iluminada con el glamour trágico del sida.

Y así fue que Latinoamérica recibió la plaga como una premier cinematográfica, porque hasta ese momento el sida era para los grupos de riesgo, como catalogaban a negros, drogadictos, chicanos y homosexuales que morían en manos de la epidemia. Entonces, cuando cayó el telón granate y oro de la última escena para Rock Hudson, recién nos enteramos que la enfermedad también mataba ídolos. También echaba por tierra los mitos dorados de pasadas juventudes. Recién supimos que el bicho, el misterio, la polla gol, la lotería o la sombra, como le llama al sida la homosexualidad local, podía tocarle a cualquiera. Si era capaz de derribar a un dios de la pantalla. Al más guapo, al más seductor, al inolvidable Rock Hudson, que se fue deteriorando tan flaco, tan huesudo, tan pálido, tan cadavérico, tan ceroso, como la vieja foto de un amor adolescente esfumada bajo un podrido sol.

Raphael (o la pose amanerada del canto)

Casi una fumarola del cantar popular, que ha resistido por décadas el ventarrón de chismes y caricaturas que acentúan las mariguancias del ídolo. La estrella española más imitada por los humoristas, la burla hecha canción, la superventa de la parodia que sobrepasa la copia de discos y compacts. Si hasta los cabros chicos saben el chiste y dicen: Ay Raphael mi chica, cuando quieren reírse de un amiguito más delicado.

Raphael Martos, que apareció tan sencillo y provinciano por allí en los sesenta, cuando la balada pop era favorita en la madrepatria de Franco, y los cantautores de protesta pasaban de contrabando en la nueva ola de minifaldas a lunares y canciones del corazón. En esa España franquista, su romancero marucho venía bien, era un analgésico apolítico frente a Serrat, Paco Ibáñez y todos esos chascones de izquierda que querían cambiar el mundo. Allí hizo su estreno Raphael, arrancando suspiros a las niñas con su imagen de joven demasiado sentimental cantando: "Cierro mis ojos, para que tú puedas hacer lo que quieras conmigo." Pero esas letras inflamadas de deseo eran de Manuel Alejandro, un compositor que junto a Rafa hicieron la dupla triunfadora, la pareja que sonaba en los pelambres del cotorreo discográfico. Como si compositor y cantante se entrelazaran en los surcos del long play. Como si música y voz, verso e interpretación, bailaran juntos, girando apretados en ese: "Cierro mis ojos, para que tus dedos corran por mi piel".

Entonces el niño filmaba películas de galán, repletando estadios con esas fans molestosas que no le dejaban tranquilo, que todo el día se lo pasaban detrás de sus pasos y hasta en el baño encontraba a alguna sapeando por la ventana que cerraba de sopetón en sus narices. Pero ellas igual seguían encandiladas con "Aquel que cada noche te persigue." Pasando de conquistador con su macho aflautado, movía las fibras maternales de las mujeres encantadas con su cortejo ambiguo, con su especial desafío al cantar "Digan lo que digan". Pero dijeran lo que dijeran, y frente al futuro de su carrera, igual tuvo que casarse con una bella de la nobleza cofia, tapándole la boca a todos esos mal pensados que tragaron saliva al ver la foto de Rafa con mujer y rodeado de hijos, con tanta tradición católica como segunda familia real.

Con la franquicia de su boda, se acallaron por un tiempo las malas lenguas, y el astro pudo desplegar tranquilo las trenzas emancipadas de su actuación. Incorporó el baile y otros géneros de la música popular, como el folclor latinoamericano, frágil izando su tradición política con los zés, zis, zás de su afectada vocalización. En Chile, ante la mirada preocupada de la izquierda, hizo una interpretación de Violeta Parra, amariconando el "Gracias a la vida" de la finada, con el joteo Terezo de sus zetas.

Sin duda que a pesar de la homofobia de sus detractores, la sobreactuación y el delicado timbre vocal de Raphael se han impuesto como un estilo que logró incrustarse en el corazón del cancionero popular. Sin cambiar ni una nota, ni transar con la caricatura viril que la moral del mercado discográfico le imponía Rafa ha usado esa presión para diferenciar su personaje de los Iglesias y Rodríguez. Raphael ha hecho una producción de su propio chiste, devolviendo la burla, revirtiendo la mofa de sus imitadores al acentuar los pestañazos de su canto, al enfatizar las guaripolas aladas de su baile, al refinar el plumereo irónico de su gestualidad. Porque al fin y al cabo, él mismo se mimetiza en la pirueta colifrunci de su actuación, él mismo es su mejor y más paródica copia, que deja a los humoristas que lo remedan como tontos de segunda fila.

El niño, ya canoso y entrado en años, se ríe de las risas. Y esa estrategia es un elogio para las tres décadas que se ha mantenido en el top musical a toda resistencia. Es un tributo que le rindieron en Venezuela por cadena de televisión. Y cuando le pidieron que firmara el libro de las estrellas, Rafa puso su firma y después se sentó en el libro, estampando sus nalgas ajadas a lo Hollywood, para toda Hispanoamérica. Hace unos años, en la elección presidencial española, Raphael le dio su apoyo a Aznar de la derecha, y dijo que por fin se le hacía justicia al general Franco. Pero estas opiniones políticas y reaccionarias de Rafa nadie las toma en serio, menos las mujeres, que lo siguen adorando como a un niño senil y travieso. El resto... "Qué sabe nadie lo que a Rafa le gusta o no le gusta en el amor".

Gonzalo (el rubor maquillado de la memoria)

Como si nadie se acordara de su elefántica silueta maquillando la cara de la dictadura, tapando esa grieta, ese pliegue, esa mugre en la comisura del tirano, cuando ironizaba por televisión sobre el número exacto de desaparecidos. Ahí, en plena emergencia de apagones y bandos oficiales, su regordeta mano derecha alargaba las sombras, espolvoreaba de luz y coloreaba de hipocresía la cara de la represión. Porque Gonzalo, el amanerado estilista amante de los bototos, tenia salvoconducto para entrar y salir de la casa del comandante en jefe. Poseía carta blanca como peluquero, modisto y maquillador del alto mando. Y pobre del milico de guardia que le tirara un beso, o hiciera comentarios sobre las bufandas de seda que flotaban en los humos de la pólvora. Pobre del pelado que imitara su andar, esa gelatina colizona de sus caderas, ese bamboleo fachoso que confundía desfile de modas con parada militar. Cuando altivo cruzaba bajo los sables, rindiéndole honores a la patria con los aleteos de su estuche cosmético.

Mi Gonzalo o Gonza, como le decía la Primera Dama preocupada antes de salir por cadena nacional de televisión. ¿No crees tú que este traje Chanel color carne es muy violento para aparecer hablando sobre el hambre?

¿No crees Gonza, que el rubor es demasiado rojo? Ay Gonza, arréglame el sombrero caído al ojo que tengo miope. Ay no Gonza, no me eches tanto azul que parezco la bataclana de Eva Perón. Entonces el afirulado estilista iba y venía con su acuarela Princeton, pintando de tornasol los discursos oficiales, retocando las púas del alambrado paisaje nacional, eligiendo el tono manzana yuppy para acentuar la prosperidad del régimen, irradiando de fresas estivales el crudo invierno dictatorial, que en la periferia arrumbaba cadáveres sin maquillaje.

Con la llegada de la democracia, nadie pudo imaginar a este mismo personaje embetunando el reverso de la moneda. Nadie pareció notar la levedad cetácea de su desplazamiento político. Aunque el gran vacío dejado por su gordura provocó tristezas en las filas militares. Estos raros son todos traicioneros, decía la ex Primera Dama pintándose sola. Enrabiada por el enredo de menjunjes y coloretes, que inútilmente trataba de combinar para recomponer la derrota. Era, un cínico, yo lo sabia; diciéndome señora Lucy y por aquí, señora Lucy por acá. Que el sombrero marrón le queda regio, porque usted tiene esa finura, ese charme, esa prestancia, ese estilo de reina que nació con sombrero.

Nadie supo cómo Gonzalo aprovechando la amnesia local y los festejos por el triunfo de la Concertación, se cambió de fila o se agarró a la cola de la bienvenida democracia. En el tumulto de muchos que vieron aguarse los privilegios del aura castrense, pasó colado agregándose rosa al arco iris de Aylwin.

Así apareció de nuevo desbordando la pantalla, dando consejos naturistas y recomendaciones estéticas para los nuevos tiempos. Su lejano amor por las botas pareció esfumarse en el timbre frágil de su voz declarando amistad personal con el presidente Frei. Diciendo que la derecha le había propuesto ser candidato por Colina, pero había rechazado el ofrecimiento. Aclarando que estuvo en la Escuela Militar exclusivamente como cadete y a su paso de cisne la estrella de la bandera enrojecía de envidia. Pero eso era antes del golpe, entonces estaba tan joven y espigado que sirvió de mástil para la bandera y permaneció una semana tieso, plantado en el patio. Sólo por patriota. Además reiteraba y dejaba tan claro como la nieve de Los Andes que no era homosexual. Más bien asexuado, por eso no tenía problemas para adaptarse a los cambios políticos.

Pareciera que la metamorfosis de Gonzalo no resiste juicio, aunque su esponja estética es la misma que rejuvenece la doble cara de los discursos oficiales. La máscara mueca que transmite al país su mensaje positivista. El acartonado rostro sin rostro, que los dedos plásticos de Gonza decoran con similar receta. Aunque han pasado los años, y la moda cosmética renovó su nacarado camaleón. Y del opaco recato de grises, azules y verdes, que uniformaron los párpados de la memoria; el neoliberalismo agrega su antifaz plata y oro, que traviste de carnaval las cicatrices.

El beso a Joan Manuel ("tu boca me sabe a hierba")

Sin saber qué iba a pasar esa tarde cuando Serrat se reunió con los estudiantes de la Universidad Arcis. Cuando se ha guardado un beso de fuego para el trovador desde hace veinte años, y se tiene la oportunidad de estamparle la boca coliza en su boca que sabe a hierba. Su boca histórica que cantó por la revolución, por los obreros, los piratas y tanto mal amor perdido. Pero nunca nos dedicó ninguna estrofa, ningún estribillo, como si los maricones no existieramos, nos exilió del universo poético de su canto.

Como si ninguna loca hubiera nadado en el Mediterráneo de su corazón azul. Ninguna mereció levantar el vuelo, gorriona marica en su cielo pardo. Nunca supo entonces del pájaro Lorquiano de Federico, destripado por las púas del franquismo. Acaso no hubo un mariposón español que pintara el aire de rojo al llegar el socialismo. Y Madrid se llenó de gritos, banderas y consignas, al igual que ahora en el Arcis los estudiantes acalorados chillaron al verlo aparecer saludando. Como si fuera entonces cuando lo vi por primera vez, tan bello, tan joven, tan esbelto, vestido de terciopelo negro en el Festival de Viña en los años setenta, en plena Unidad Popular. Pero ahora la vida me lo traía de vuelta, más viejo, con algunos kilos de más, casi un caballero nervioso respondiendo las preguntas, tratando de quedar bien con esa juventud de izquierda que cantó sus canciones acompañados por la balacera. El mito de Joan Manuel tan cerca, a sólo unos pasos, vestido casi de yuppie; con chaqueta de tweed y pantalón beige. Y yo, de terciopelo negro, Penélope esperando en el andén. Con aquel beso guardado, que envejeció arrugándose como mi cara y la suya. Un beso ajado en la carta ideológica que no encontró destino. Un beso pálido que sobrevivió a la dictadura y besó el NO del plebiscito. Un beso como una marca, o una firma estampada imaginariamente en su canto.

Por eso cuando terminó el acto, después de cantar "Vuela esta canción para ti, Lucía"; yo era su Lucía de terciopelo negro, yo era "Lo más bello que él nunca ha tenido", tratando de acercarme, empujando, deslizándome entre los cuerpos apretados de los jóvenes que le pedían autógrafos. Logrando meterme bajo la cadena de brazos, que formaron un pasillo de seguridad para protegerlo, me lo encuentro de espaldas despidiéndose, y al darse vuelta se topa con mi cara a boca de jarro, a sólo unos centímetros. Entonces se detuvo el tiempo y un gran silencio congeló ese instante. "Veinte años no es nada", me dijo, y mi boca se despegó de mí como un pájaro sediento que se posó en sus labios. Sólo un momento la homosexualidad lo tocó con la sed carmesí de una boca chupona. Un instante que lo llevó a su primer beso adolescente, y turbado de emoción lo sentí temblar en la tibieza de esa primera vez, cuando otra boca extraña le arrancó de cuajo su inocencia. "Veinte años no es nada", me dije, dejándolo ir llevado por la multitud que se lo tragó entre los insultos y agresiones que me gritaban los estudiantes del Arcis, por haberles roto su mito macho y cancionero. "Veinte años no es nada", le contesté medio sonámbulo a una fans que quería arañarme por lo que le había hecho a su ídolo.

"Veinte años no es nada", mi catalán, seguí pensando mientras salía de ese lugar empujado por los estudiantes. Sabiendo que ésa era la primera y última vez que lo tuve en mis brazos. Sabiendo que nunca más olvidaría esta visita a Chile, y cada vez que cante Lucía, mi beso cantará en su boca como una flor extraña que sentirá enredarse en palabras. Mi beso será un recuerdo prohibido, como una luna sodomita que arañó su mar.

Universidad ARCIS, Santiago, 28 de octubre de 1994.

martes, diciembre 06, 2005

Loco afán

Vadeando los géneros binarios, escurriéndose de la postal sepia de la familia y sobre todo escamoteando la vigilancia del discurso; más bien aprovechando sus intervalos y silencios; entremedio y a medias, reciclando una oralidad del detritus como alquimia excretora que demarca en el goce esfinteral su crónica rosa. Me atengo a la perturbación de este aroma para comparecer con mi diferencia. Digo minoritariamente que un me-ollo o ranura se grafia en su micropolitica costreñida. Estítica por estética, desmontable en su mariconaje strip-teasero, remontable en su desmariconaje oblicuo, politizante para maricomprenderse.

Desde un imaginario ligoso expulso estos materiales excedentes para maquillar el deseo político enopresión. Devengo coleóptero que teje su miel negra, devengo mujer como cualquier minoría. Me complicito en su matriz de ultraje, hago alianzas con la madre indolatina y «aprendo la lengua patriarcal para maldecirla».

Parodiando su verticalismo, oblicuándome una vez más desde las peluquerías y barriales de la hermandad travesti. Sacudiéndonos las plumas del derrumbe ideológico que jamás nos contuvo. Más bien para que el viento de la fuga utópica no nos alcance con su depresión. Porque nunca participamos de esas causas liberacionistas, doblemente lejanos del Mayo 68, demasiado sumergidos en la multiplicidad de segregaciones. Porque la revolución sexual hoy reenmarcada al estatus conservador fue eyaculación precoz en estos callejones del tercer mundo y la paranoia sidática echó por tierra los avances de la emancipación homosexual. Ese loco afán por reivindicarse en el movimiento político que nunca fue, quedó atrapado entre las gasas de la precaución y la economía de gestos dedicados a los enfermos.

Poco o nada que hacer con este hospital de naufragio varado en nuestra deshilachada costa. Un movimiento gay del que no participamos y sin embargo nos llega su resaca contagiosa. Una causa del mundo desarrollado que ojeamos a la distancia, demasiado anal-fabetos para articular un discurso. Demasiadas trenzas sueltas coqueteándole al poder, demasiados penes cesantes para preocuparse de otra cosa.

Enclaustrados en la sordidez del gueto cosiendo la pilcha para la discoteca clandestina o echándole el guante a un poblador en el terciopelo raído de un rotativo. Mientras en Valparaíso los travestis eran arreados a culatazos a los barcos de la marina, para nuestra memoria la película de Ibáñez y su crucero del horror.

Pero entonces nadie creía que eso era cierto, y por último; esos cuerpos escarchados de moretones eran desechos ordinarios de la homosexualidad criolla que ojeaba en las revistas de moda las imágenes importadas del gay parade internacional. Soñándose en California o juntando las chauchas para participar de esa euforia. Tan distante de esta realidad ilegal de crímenes impunes, del goteo de maricas charqueados por la tinta roja de algún diario, expuestos en su palidez de castigo como reiteración de las puñaladas en el borde plateado de costilla apátrida.

Cadáveres sobre cadáveres tejen nuestra historia en punto cruz lacre. Un cordón de costras borda el estandarte de raso revenido en aureolas de humo que desordenaron las letras. Separando en estratificacíones de clase a locas, maricas y travestis de los acomodados gays en su pequeño arribismo traidor.

Doble marginación para un deseo común, como si fueran pocas las patadas del sistema, los arañazos de la burla cotidiana o la indiferencia absoluta de los partidos políticos y de las reivindicaciones del poder homosexual que vimos empequeñecido por la lejanía.

Aterrados por el escándalo, sin entender mucho la sigla gay con nuestra cabeza indígena. Acaso no quisimos entender y le hicimos el quite a tiempo. Demasiados clubes sociales y agrupaciones de machos serios. Acaso estuvimos locas siempre; locas como estigmatizan a las mujeres.

Acaso nunca nos dejamos precolonizar por ese discurso importado. Demasiado lineal para -nuestra loca geografía. Demasiada militancia rubia y musculatura dorada que sucumbió en el crisol pavoroso del VIH.

Entonces, ¿cómo hacernos cargo hoy de dicho proyecto? Cómo levantar una causa ajena transformándonos en satélites exóticos de esas agrupaciones formadas por mayorías blancas a las que les dan alergia nuestras plumas; que hacen sus macrocongresos en inglés y por lo tanto nuestra lengua indoamericana no tiene opinión influyente en el diseño de sus políticas. Asistimos como hermanos menores, desde nuestro tartamudeo indigenista, Decimos si sin entender, acomplejados por el relámpago pulcro de las capitales europeas. Nos pagan pasaje y estadía nos muestran su mundo civilizado, nos anexan a su pedagogía dominante, y cuando nos vamos, barren nuestras huellas embarradas de sus alfombras sintéticas.

Cómo reconocernos en la estética gas, azulada , torturante en los pezones atravesados por alfileres de ancho. Cómo complicitarnos con esos signos masculinos falopizados en cuero, cadenas y todos sus fetiches sadomasoquistas. Cómo negar el mestizaje materno con estas representaciones de fuerza que hoy se remasculinizan en paralelismos misóginos adheridos al poder.

Lo gay se suma al poder, no lo confronta, no lo transgrede. Propone la categoría homosexual como regresión al género. Lo gay acuña su emancipación a la sombra del «capitalismo victorioso». Apenas respira en la horca de su corbata pero asiente y acomoda su trasero lacio en los espacios coquetos que le acomoda el sistema. Un circuito hipócrita que se desclasa para configurar otra órbita más en torno al poder.

Quizás América Latina travestida de traspasos. reconquistas y parches culturales -que por superposición de injertos sepulta la luna morena de su identidad- aflore en un mariconaje guerrero que se enmascara en la cosmética tribal de su periferia. Una militancia corpórea que enfatiza desde el borde de la voz un discurso propio y fragmentado, cuyo nivel más desprotegido por su falta de retórica N, orfandad política sea el travestismo homosexual que se acumula lumpen en los pliegues más oscuros de las capitales latinoamericanas.

Tal vez lo único que decir como pretensión escritural desde un cuerpo políticamente no inaugurado en nuestro continente sea el balbuceo de signos y cicatrices comunes. Quizás el zapato de cristal perdido esté fermentando en la vastedad de este campo en ruinas, de estrellas y martillos semienterrados en el cuero indoamericano. Quizás este deseo político pueda zigzaguear rasante estos escampados.

Quizás éste sea el momento en que el punto corrido de la modernidad sea la falla o el flanco que dejan los grandes discursos para avizorar a través de su tejido roto una vigencia suramericana en la condición homosexual revertida del vasallaje.*

* Texto leído como intervención en el encuentro de Félix Guattari con alumnos de la Universidad Arcis, el 22 de mayo de 1991.

Carrozas chantillí en la plaza de armas

Parece revivir desde el pasado,
el fuego que ardió bajo cenizas,
el tiempo y la distancia
no lograron apagar...

LUCHO BARRIOS


En España, a los homosexuales mayores les dicen carrozas; así fueran arrugados carruajes que sentados en la plaza de armas esperan pacientes levantar algún cochero. Algún taxiboy que por unos pesos les engrase el vaivén de las caderas acolchado por la celulitis.

Acá en Chile, pueden ser los tíos o padrinos jubilados a los que nunca se les conoció una novia. Y envejecieron contestando la pregunta odiosa del casamiento con un reiterado: Para qué, si soltero se pasa tan bien. Y aunque la familia siempre tuvo la certeza, insisten con la mascarada social que repite: El tío es tan mañoso, qué mujer lo va a soportar.

De esta forma, el rótulo de tío solterón es la sutileza que enmarca en blondas de castidad a la vieja loca, archivada como magnolia seca en el desván familiar. Casi confundida con fotos de abuelas y actrices del cine mudo. Como un extra de película doméstica que nunca alcanzó el protagonismo de los azahares, que se fue ajando en la aparente vida de eunuco decorador de tortas. La esquina frágil de la familia, reforzada por clichés que hablan de la solitaria alma artística del tío, su exquisito buen gusto, su especial rococó para poner la mesa. engalanando a la sobrina que se casa, poniéndole tules y merengues con sus manos de cigüeña vieja.

Las tías carrozas por lo general hablan remontándose a una nostalgia imaginada. Escenografían su anónimo pasar con leyendas empolvadas que encuentran en el cine añejo su simulacro perfecto. Ellas son las únicas que recuerdan los chismes dorados de esa perdida actriz: La que te dije, la que le decían, aquella la del lunar. ¿Te acuerdas? Esa que nunca fue elegida para el papel, eterna postulante, pretérita incansable, la otra.

Para ellas no existe la historia real, a través del relato fílmico reinventan las verdades del pasado. Con su narrativa deliriosa iluminan las ruinas, sobreponiendo el esplendor Metro Goldwyn Mayer y Columbia Pictures al testimonio verificable. Así, para las tías colas, la entrada de Elizabeth Taylor en Roma dejó a la verdadera Cleopatra como reina de colegio pobre. Esa reina hollywoodense es la única que reconocen, agregando en su defensa que todas sus joyas, diamantes, zafiros, esmeraldas y rubíes eran de verdad, así como los cientos de extras que arrastraban el trono; musculosos, bronceados, bien comidos, bien pagados con dólares. No como los cuatro pelagatos esclavos, tan flacos, desmayándose con los latigazos que les daba la vieja egipcia del cuento.

Y para qué hablar de la biblia escrita, ese libro ahumado de tanto cordero en sacrificio, pecados y castigos. Tanto misterio indescifrable en ese latín de puras equis, arameos, ititas, parábolas y refraneos simbólicos que cuesta un mundo entender con su jerigonza divina. No hay mejor traducción que la cinematográfica. En technicolor, entretenida, supercorta, con ese Charlton Heston como Moisés de regias piernas con su minifalda dorada. Y esos centuriones romanos con pollera de cuero y botitas Barbarella, y los, gladiadores esclavos del músculo. Bien, comidos, bien potentes con su cuerada aceituna a todo sol en la arena del circo. Con su pequeñísimo taparrabos, a punto que el zarpazo del león lo deje en bolas. A punto que se corte la tirita de la zunga, y entonces el felino debe lidiar con esa anaconda -liberada de la esclavitud. Porque el cine sugiere ese claroscuro erógeno de la memoria religiosa, privilegia el oropúrpura de la imagen pagana, muestra lo que el libro oculta y reprime con su manuscrito moral. La versión cinéfila de la historia frivoliza sus personajes, reemplaza la gesta heroica por el montaje decorativo, que lleva como emblema el contrato lucrativo de las estrellas.

El cine antiguo es la biblia biográfica de las tías carrozas, y su fanatismo de oropel nubla las autenticidades arqueológicas con el fulgor del montaje, deja para el recuerdo el guión por la historia, la foto por el real, y su perfil de loca fantasiosa por el frontis de la cara trizada, que delata el The End sin campanas de su propia película. La mentira technicolor de un destino gris, que se desvela en el bostezo aburrido de los sobrinos.

Pero las tías homosexuales no se conforman sólo con el mito, traicionan su relato de vírgenes cautivas cuando giran en la Plaza de Armas bajo el toldo de sus sombreros. Van y vienen entre la gente, con sus eternos abrigos de tweed y bufanda en boa de cuello. Esas heladas tardes de abril, cuando los abuelos se enroscan en las frazadas buscando tibieza para huir de la gripe; ellas desafían la vejez rengueando por los jardines escarchados de la plaza. Patinan la tarde, ofreciendo su arrugado corazón a los jóvenes sureños que llegan a conocer la urbe. Huasos despistados, que son fáciles de deslumbrar con la invitación al hot dog y la cerveza. Después, la educación provinciana paga el consumo en la pieza del abuelo.

Los carrozas se quedaron pegados al patinaje tránsfuga de una ciudad remozada por el modernismo. Todo cambia; se levantan torres de espejo y caracoles comerciales donde revolotean los líceanos. Se remueven las estatuas, se cambian placas de acuerdo al gobierno de turno. Los alcaldes corretean a los comerciantes ambulantes. Los obispos pasean sus vírgenes al vaivén de los inciensarios que humean. Se te quema la cartera niña bromea alguna. No seas hereje, le contesta otra, y todo sigue girando en la centrífuga paseante de los carrozas pastoreando la plaza, cateando al joven cafiche proletario con quien compartir la jubilación a cambio de sus favores erectos. «La vida es eterna», para su obsesión de loca megateria, siempre al aguaite, siempre dispuesta a capturar esa mirada del taxi boy, ese visaje puto que contempla tarifa y pieza arrendada con los escasos pesos de la beneficencia estatal. Un sueldo mísero para los anos que tuvo que soportar en esa oficina pública donde le decían Alfredito, con ese tono empequeñecedor disfrazado de afecto. Cuando él sabía, que en su ausencia, el chistoso de la oficina lo imitaba, contoneándose, acentuando sus modales rififí para servir el café. Y todos se reían, hasta esa secretaria solterona que le juraba amistad. Él siempre supo que en cualquier error suyo de papeleos dejaba de ser Alfredito y pasaba al maricón Alfredo, a secas. Por eso, la pobre mesada de la jubilación es un pálido subsidio para tanto mal rato. Una limosna que apenas le alcanza para pagar el arriendo, teñirse el pelo, de caoba, comprarse los remedios, y libar leche con plátano una vez a la semana. Nada más, porque el amor está lejos del verso que le recitan los cafiches cuando lo confunden por millonario.

Aunque a veces, tal vez a Alfredo le gusta que lo confundan por maricón rico, porque son más cariñosos, le doran la píldora, le dicen que ni se le nota la edad, que está superbién, que se ve re-joven, y hasta le hablan de irse a vivir juntos, a rematar los últimos latidos cardíacos a pura cacha mentolada. Pero cuando entran en el pórtico desnutrido del conventillo donde vive, al empujar la puerta de la pieza, al encontrar la cama revuelta y el cepillo de dientes en un vaso. Al mirar con asco la bacinica saltada y una taza con restos de café, se ponen groseros y les aflora el lumpen que apurado reclama las monedas. Y se van casi huyendo, después de una chupada lacia y la recomendación del: No lo mordaí po vieja.

Los carrozas de la plaza fingen eternidad, estacionados en el mismo banco cuando llega la primavera. Entonces cambian de piel, y felices de haber pasado agosto, reciben el calorcillo vistiendo guayabera y zapatos blancos. Casi pololas, aligeran el trote al compás del orfeón que retumba en la pérgola azulada de nomeolvides. Casi tímidas ocultan la mirada lujuriosa tras las gafas oscuras. Perfumadas, oliendo a jabones y polvos de ciruela, se pasean tomando un helado de barquillo. Tratando de seducir chicos con el lengüeteo baboso que sorbe el ice-cream. ¿Un heladito chiquillos? Preguntan a los estudiantes, que enrojecen imaginando la felatio nevada de esa trompa hirviendo.

Pareciera que las tías protegidas por sus refajos de lana fueran inmunes a la sombra sidática. Sus cuerpos fofos de nalgas colgantes, sus piernas flacas, agarrotadas de várices morados; están lejos de ser un atractivo para los jóvenes que sueñan coitear con sus pares de muslos duros y cola prominente. Quizás ese reflejo narciso las salva. La negación del cuerpo senecto para el consumo sexual, que promueve la empresa Peter Pan, las aísla del riesgo, las hace conformarse con la felatio de cinco mil pesos, más barata, más segura, y quitándose la placa de dientes, la hacen su mamante especialidad. Como si en la libación se fugaran costras de tiempo, rejuvenecieran de regreso a la cuna, hambrientas y lactantes para reflorar sus encías huecas con el dulce néctar de la juventud. El peligro es mínimo, y la pasión succionante adormece al joven que disuelve su ocio en ese absorber.

Las tías longevas se ríen de los condones de colores, ellas no practican la penetración, no porque les desagrade. Argumentan que es una lata desnudarse con este frío, y mostrar su escultural cuerpo que se negó al ojo de Visconti, que es tan delicado como una lágrima de hielo que al mirarlo se derrite.

Pero hay veces que también las tías se dejan desnudar por un guante tarifado. Cuando el taxi-boy tiene un filamento de lengua Mastroniani, cuando le hace creer que la sucia pileta de la plaza es la Fontana de Trevi, y Anita Eckberg está muy gorda para repetir la zambullida de La dolce vita. Entonces, las manos del péndex, sedientas de monedas, le arrancan el corpiño, le sacan el refajo, la descueran de camisetas y calzoncillos de franela, la dejan a contraluz, en pose de venus sujetándose la charcha. Y así se acerca, macizo y dispuesto a destemplarla. Pero ella sin deshacer la esfinge, precavida como la experiencia le enseñó, detiene el submarino a la entrada de la cueva. Ataja el torpedo en su máxima latencia, y saca un condón tejido a crochet, plastificando la dureza peligrosa. Ahora sí, dice campante, las reliquias se tocan con guante.

El condón, para las madrinas de ayer, es como una servilleta bordada que se guarda en alcanfor, que se usa en ocasiones especiales para servirse alguna delicatessen, un postre de abuelas que se come rara vez. Así fuera un presente de cumpleaños, envuelto y encintado por el rito carífioso de la precaución. Después, pasado el festín retirado el preservativo, lo lavan y lo tienden a secar junto a su ropa interior pasada de moda. Lo perfuman y lo guardan para una próxima vez que se repita el film en su imaginaria Cinecittá, cuando falte la estrella tetona afectada por una rara jaqueca. Y Antonioni, desesperado, se fije por primera vez en ella, una eterna postulante. Y Michelangelo, tan lindo él, descubra su especial forma de mirar, la textura sedienta de sus ojos. Entonces la llame para el papel haciéndole una seña. Y ella, confundida y mirando en derredor, se pregunte con la mano en el pecho: ¿Será a mí? Y junto a ese galán, morenazo y cafiolo, haga la escena de amor gorgoreando suspiros cacheros, encaramada en la carroza que rumbea el amanecer, una tibia noche de plaza romana.

jueves, diciembre 01, 2005

El rojo amanecer de Willy Oddo (o el rasguño letal de la doncella travesti)

Sobre todo a esa hora de tanto tráfico, el cortejo fúnebre recorrió las calles del centro venteando el púrpura de las banderas. Como un paréntesis de historia, pasó entre los comerciantes ambulantes, las bocinas de las micros y los gritos estrangulados de las Juventudes Comunistas que no dejaron de corear La Internacional a todo tarro. Sin ton ni son, sin precisar dónde poner la emoción, en qué frase, en qué verso combativo de aquella gloriosa marcha. Más bien desconcertados, sin saber dónde acentuar la rabia, dónde apuntar al asesino del Willy, muerto a manos de la noche cafiola y travesti.

El funeral no tenía la espectacularidad de otros cortejos de izquierda en la pasada dictadura. Apenas media cuadra de caras famosas y destempladas por el asombro. Algún político, algún figurín de teleserie y la murga bulliciosa de máscaras, zancos y saltimbanquis de teatro callejero, conocidos de Willy Oddo, uno de los integrantes de QUILAPAYÚN, el grupo musical pionero del neofolclor revolucionario, recién retornado al Chile democrático, recién instalado en Santiago, cuando aún al Willy le costaba relacionar esta puta ciudad moderna con el pueblucho que dejó al partir como refugiado político, cuando tenía tantos planes y proyectos como agente cultural de la Municipalidad. Y se lo pasaba recorriendo las calles en su autito, conversando con la gente, recogiendo antecedentes de todo lo ocurrido en el país de su ausencia, Porque la verdad, éste era un Chile desconocido para el Willy tantos años lejos, cantando las mismas canciones, la misma «Plegaria del labrador» para gringos solidarios. La misma cantata del «Pueblo unido jamás será vencido», que tanto emocionaba a los italianos chupando pastas con tuco. El mismo «Potito embarrado» del niño Luchín para la elegancia francesa. Las mismas huijas dolorosas de la Violeta Parra, reestrenadas mil veces para la piedad europea. El mismo avión, los mismos estadios y peñas de exiliados entonando la cueca del regreso, comiendo la empanada sintética y la humita de choclo congelado. Era mucho revolotear por el mundo, como la paloma roja expulsada del arca que nunca encontraba su islita. Y luego, después del diluvio, recién regresado, después de tanto cantar la protesta del martirio chileno, venir a encontrarse con esta muerte de tango de página amarilla, de riña callejera. Esta muerte sin ideología, de otra partitura musical, bolereada por el alcohol y la euforia del trasnoche. Porque el Willy nunca imaginó que ese sábado la ciudad llevaba un aguijón en el escote.

El Willy ya nunca sería tan feliz como en esa última fiesta. Nunca más se vería tan buen mozo, con ese atractivo madurón de los soñadores que musicaron la gesta. Con tanto amigo, tanto reencuentro, tanta gente cultural y artistas raros que tornaban y tomaban brindando por el Santiago postnoventa. Por eso cuando se acabó el alcohol, y todos se fueron a un lugar underground a seguir la fiesta, el Willy aún necesitaba estrechar su abrazo de retorno con la calle patipelá y lujuriosa. Aún le faltaba conversar cara a cara con la urbe pringada por el deseo ambulante.

Sobre todo al hundir el acelerador y llegar a la ganada Plaza Italia, la diva de los mítines, la estrella del NO, el epicentro de todas las marchas, donde flameó la primera bandera del plebiscito. Donde el bar Prosit repleto, aún humeaba del maraqueo sodomita y las cervezas. Y allí justamente bajo el neón azuloso, la pendejuela patín ofreciendo sus diecisiete veranos de encanto travesti. Tan joven, que de lejos pasaba por mujer. Tan lampiña, que hasta de hombre, en la penumbra, pasaba por mina la diabla, tan niñita y ya laburando esos trotes.

Y quizás si el Wílly no la hubiera visto, si no hubiera chispeado el taco coliza en esa acera, llamándolo, frenando el auto para echarla arriba. Como quien se rapta un maniquí o una esquina de la ciudad para alargar la farra del «Nunca amanezca». Y si sólo hubiera sido eso, una canción de Serrat, una metáfora que pasa de largo, un deseo perlado en un rostro que esfuma el tráfico. Si no hubiera estado el semáforo en rojo, más encima en rojo. Tal vez, si la mocosa hubiera sabido quién era el Willy, si hubiera escuchado por casualidad al QUILAPAYÚN en el retumbar de su cultura disco. Si por lo menos no hubieran hablado de tarifas enfriando la comedia sentimental. Si no se hubiera atravesado el precio de la carne, musicalizado por «Todos los pobres del mundo». Esa tensión del tanto por cuánto, el forcejeo, el tira y afloja, el me pagaí o me bajo. Porque la pendeja no tenía sueños románticos que alteraran su tranza prostibular. Había una familia que mantener y por eso estaba trabajando. No tenía tiempo para conversar del ayer, y menos para escuchar canciones de protesta. Se lo dijo.

Y él pareció no escucharla,
Y ella amurrada, tragó saliva
Y él miraba afuera como si lloviera,
Y ella insistió con lo de la plata,
Y él se rió, pensando que no era por eso,
Y ella quiso bajarse del auto,
Y él la sujetó del hombro,
Y ella apretó algo en su cartera,
Y él sólo quería abrazarla,
Y ella no entendió el gesto,
Y él estiró el brazo,
Y ella hundió el puñal en la axila del Willy.

Porque nunca quise matarlo, dijo en la tele temblorosa la pendeja. Solamente darle un pinchazo para que se asustara. Y por eso salió huyendo, sin saber que la insignificante cortaplumas había roto esa arteria del sobaco que desangra el cuerpo en cinco minutos. «La vida no era eterna», como decía la canción de Víctor Jara. Y la mala sangre con la mala leche son hermanas de la misma suerte. Ella con sus cortos años ya lo sabía. Por eso enfrentó la prensa a cara lavada. Más bien, prisionera de su fatal adolescencia, cautiva de la noche pelleja y, su ingrato porvenir. Cantó su vida como si doblara una canción. Lo dijo todo, no omitió ningún detalle, cargando analfabeta la responsabilidad de asesinar un mito. Posó mansa, sumisa y nerviosa para el golpe eléctrico de los flashes. Cruzó, casi transparente, por el odio de la izquierda como si desfilara bajo un aluvión rosado de copihues. Dijo a todo que no, como diciendo sí. Pero fue enfática al aclarar que no era un crimen político.

Y por esa función televisiva le dieron varios años de condena. Largas vacaciones en la penitenciaría, en el siniestro patio que congrega a las locas convictas. Allí no tuvo problemas, al reencontrarse con viejas amigas del patín mohosas tras los barrotes. Tampoco le fue difícil ganarse un novio con su juventud, en esa jungla de machos templados por el encierro. As¡ mismo, con tanta facilidad como quien pisa un chicle, se pegó la sombra, que en el sidario penitencial crece como musgo venenoso por las paredes. Las desgracias nunca vienen solas, la colegiala travesti lo sabía desde chiquitita. Por eso no le pareció tan terrible esa catacumba terminal Ni siquiera los alaridos a media noche, ni esos brochazos de sangre que decoraban las celdas continuamente.

Quizás la pendeja, después de escuchar al QUILAPAYÚN en los cassettes que le prestaron los presos políticos. Luego de oír por horas «En esa carta me dicen que cayó preso mi hermano... ». Tal vez, se encontró con un Willy que hubiera deseado conocer en otro momento. A lo mejor, por eso asumió el sida como una doble condena privada y sentimental, pensando que la vida era sabia, pero a veces tan injusta, por donde pecas pagas al degollar un gorrión con la caricia de un filo.